En esta semana, el 22, más exactamente, ha sido el día de Santa Cecilia, patrona de la música. Y de los músicos, creyentes, ateos y agnósticos, de todos los músicos, créanselo. Y el 12 fue el primer aniversario de la desaparición de Gorecki, hecho que he conocido hace apenas dos meses.
Vayan, como humilde homenaje a su memoria, estas líneas publicadas en Euroequipos en febrero del 2008.
NOTAS MUSICALES
No hay mal que mil años dure, dice un refrán español. Han pasado los días navideños, hemos sufrido doce mil setecientos veintiocho anuncios de colonias y perfumes – ¿Tan mal olemos los españoles? ¿Todos los fabricantes son empresas de moda? ¿En qué pueden diferenciarse unos de otros, aparte del envase?- han pasado también los Reyes Magos y nos enfrentamos a la cuesta de enero. La sorpresa más agradable ha sido una carta de mis amigos los Kociemski, Marek y Piotr, que junto a su felicitación de navidad me han enviado un CD con la Tercera Sinfonía de Gorecki.
Henryk Mikolaj Gorecki es un compositor que no deja indiferente a nadie. Su Sinfonía de las canciones tristes, para orquesta y soprano, escrita en 1976, se divide en tres movimientos, donde en cada uno de los cuales, la soprano interpreta una de esas canciones. Es una música deliberadamente simple, en modo de canon, que recita unas pocas notas que, a medida que vamos escuchando, parece ser una incesante idea que se alimenta a sí misma, si podemos decirlo así. Al mismo tiempo tenemos la sensación de algo va a cambiar, algo impredecible va a ocurrir. Y es la soprano quien entra con esas mismas notas, adaptándose perfectamente y entonando algo que es claramente una plegaria.
Reproduciendo sus palabras, Gorecki nos dice: Siempre he vivido en compañía de la muerte. Para comprender mi sinfonía hay que ir hasta el campo de concentración de Auschwitz. (…)Mi sinfonía no es sobre Auchswitz. Ni acerca del terrible régimen que vivimos los polacos bajo Stalin. (…) Pero mire a su alrededor. Sienta el vacío. Mire a su alrededor, a los millones de hambrientos de África. Mire la cara de odio que pone un automovilista al detenerse en un cruce. Este pozo de odio, este egoísmo asesino, está entre nosotros y sólo esforzándonos mucho lo podremos controlar.
La primera canción es una canción religiosa del siglo XV, de la colección de los cantos Lysagora, del monasterio de la Santa Cruz, el lamento de una madre por su hijo. La segunda es mucho más dramática: Zakopane, que en polaco quiere decir cubierta por la nieve, es una pequeña población pero importante estación para los deportes de invierno, al pié de las montañas Tatra. En el sótano del cuartel general de la Gestapo, en la celda nº 3, grabado en el muro, sobre la firma de Helena Banda Blazusiakowna, de 18 años, presa desde el 16 de septiembre de 1944, se pudo leer además: No mamá, no llores. Virgen Pura, Reina del Cielo, protégeme siempre. Zdrowás Mario. (Ave María)
Podemos imaginar en el terrible clima invernal de Zakopane, en la humedad del sótano, tras las torturas por ser sospechosa de pertenecer a la resistencia polaca, la escasa esperanza de conservar la vida para una persona de esa edad. Pero no percibimos dolor en sus palabras, están dirigidas a su madre, rogándole que no llore, sólo preocupada por ella. Son muy similares a las de la carta de Guy Môquet, el célebre resistente francés, también escrita a sus padres poco antes de morir fusilado por los nazis a los 17 años. O la carta de Julia Conesa, de 19 años, una de las Trece Rosas, dirigida a su madre y hermanos, reclamando su inocencia y pidiendo que su nombre no se borre en la historia. Parece ser común que quien se encuentra en una situación tan extrema siendo inocente, se preocupa por sus seres queridos, quizás en un intento desesperado de que en éstos perdure su inocencia.
En el tercer movimiento aparece nuevamente el dolor de una madre por la pérdida de su hijo a manos del enemigo, escrito esta vez en el dialecto de la región de Opole.
Esta versión de la Tercera Sinfonía, de las Canciones Tristes, es asimismo la tercera que poseo en mi exigua colección de música –tengo también su Miserere- pero la primera dirigida por el propio Gorecki, grabada en directo en la misma iglesia de la Santa Cruz de Zakopane.
Al lado de mi casa están el parque de bomberos y el Conservatorio de Música. A ratos, pueden oírse los ensayos de la Marcha de San Sebastián, de Sarriegui. Resulta inevitable establecer, no comparaciones, que no vendrían al caso, sino relaciones entre ambas manifestaciones culturales. La obra de Gorecki, con su forma canónica, repetitiva, nos lleva a un estado de ánimo difícilmente expresable con palabras; la marcha de Sarriegui, alegre, expansiva, de hondo significado para los donostiarras, parece querer mantenernos en movimiento. En ambos casos hablamos de repeticiones. En un caso, la repetición obedece a la necesidad del ensayo y es algo inherente, quizás, a los tiempos que corren: es preciso repetir las cosas muchas veces para que se graben en nuestra memoria, de forma machacona, diríamos; en el otro caso, la repetición es muy distinta, parece decirnos algo, se graba fácilmente en nuestra mente y obedece a una lógica interna, causándonos gran impresión. Una nos habla al espíritu; la otra, quizás a la carne.
En este punto, y volviendo a las palabras citadas de Gorecki, cabe preguntarse: ¿la impresión que su audición pueda causar en un judío, diferirá de la que sienta un palestino de Gaza? Parece que es creciente el número de los primeros, con Baremboin a la cabeza, capaces de respondernos sinceramente. Quizás por eso pueda decirse de la música que es el más universal de los lenguajes.