Vaya
por delante que todos mis sentidos rezumaban imágenes y sensaciones
de belleza, que aquellos pocos días de viaje por las comarcas de la
Garrotxa, el pla del Estany, el Ampordá, el Cap de Creus, la costa
brava ampurdanesa y, para remate, la misma ciudad de Girona, habían
remansado en mi ser. En un paseo por La Escala cuando se disponía a
caer la tarde descubrimos un grupo de músicos en plena acción, que,
aunque de bronce, ahí estaban, sobre la acera, de espaldas a la
arena y al mar en una de las playas de dicho pueblo interpretando una
sardana. Me llamó la atención uno de los ejecutantes con un pequeño
flautín y un tamborcillo atado al codo de su brazo izquierdo,
instrumento que percutía con un palillo en su mano derecha mientras
con el brazo izquierdo tocaba el silbo. Algo similar al pito y tambor
del folclore montañés y al chistu y tamboril del vasco.
Un
par de días después, en Girona capital, en el día de inicio de la
fiesta de las flores que, para los que no lo conozcan – como yo
hasta ese día -, es fiesta que consiste en adornar con flores de
todas las clases y mucha imaginación y amor por la ciudad los
lugares relevantes y propicios del barrio viejo. Obvio es decir que
da lugar a una exhibición floral impresionante. Los escenarios se
cuentan por decenas, y en cada uno un pequeño cartel explica lo que
aquella obra floral quiere representar, además de dejar constancia
de los vecinos que han colaborado en su elaboración y del que dirige
dicha obra. Pues bien, a determinada hora de la tarde, caímos en la
plaza del ayuntamiento – creo que se llama del vino- y allí estaba
el mismo grupo musical que habíamos visto días antes, pero en carne
mortal. Un locutor presentó la pieza a tocar y comenzó una música
de sardana en tanto el público que ocupaba la plaza se hacía hacia
atrás dejando espacio suficiente para que algunos comenzaran la
conocida danza.
Lleno
de curiosidad me acerqué al locutor quien muy amablemente me explicó
que sí, que aquello que se llamaba cobla tenía una formación
predeterminada, la misma que habíamos visto en La Escala y
contemplábamos en aquél momento. Esto propició que el escuchar
aquellos sones, viendo esa danza ejecutada a cada momento por más
personas de ambos sexos y más bien mayores, logró emocionarme.
Vivimos
rodeados por doquier, hasta extremos inauditos, por una misma
música, dizque latina, estemos donde estemos. Sobre la calidad de la
misma cada uno tendrá sus gustos, pero el mío, y lo digo, es que la
mayor parte de esa moderna producción musical es simplemente
deleznable; afortunadamente hay otras muchas músicas que parecen
tener un sentido propio que nos alcanza si somos capaces de
prestarles un poco de atención. Y aquellas personas que celebraban
la fiesta de su ciudad danzaban, cogidas suavemente de la mano, con
sumo cuidado, atención y entrega. Por eso, cuando descendemos unos
escalones desde ese presumible nivel de modernidad, nos damos cuenta
de que se conservan prácticas que tienen un sentido que pasa sobre
generaciones de ejecutantes y oyentes y que deben ser cuidadas para
que no las arrastre el torrente de la historia. Porque ese torrente
acabará arrastrándonos también a todos nosotros.
Esto
al margen de que esa danza pueda tener también para sus ejecutantes
un significado nacional o nacionalista. Al que, por supuesto, tienen
pleno derecho.