Recupero hoy un viejo escrito basado en hechos reales
No sé cómo voy a poder expresar, mi querida Angelika, todo lo que siento en
estos momentos; puede que sea una empresa vana. Pero prefiero escribirlo,
tratar de escribirlo, más bien, que fiarlo todo al albur de la memoria. Igual
me pasa como la primera vez que te vi, cuando salías, aquel domingo de la
iglesia de San Andrés: quise hablarte, tenía que hablarte; eras tan bella...,
pero me quedé sin habla. No fui capaz de articular una palabra y te vi pasar
junto a mí, ajena a mí, mientras yo sostenía, estrujaba más bien, entre mis
manos sudorosas mi pobre gorra de soldado. Tal fue la impresión que me causaste
aquella primera vez. Cuántas veces lo he recordado, tan vívido en la memoria,
la hermosura de tu rostro, la serenidad de tus ojos, pero también el gesto
adusto de tu tía. Entonces no pude ni imaginarlo, lo achaqué al exceso de celo
de quien se siente responsable por la joven vida confiada. Después, en los
meses que aún pasé en Patras, viéndonos a hurtadillas bajo los arcos del
acueducto romano, burlando su vehemente vigilancia. En cierto modo era normal
que tratara de preservar la virtud y la felicidad de su sobrina y no confiarse
a un mísero soldado italiano. Ya se sabe, es la fama de todas las tropas y más
si son extranjeras: llegar, conquistar, ocupar (también los corazones) y
después, acabada la guerra, olvidar. Por eso no se lo reprocho, hasta cierto
punto es normal que te ocultara mis cartas en los meses siguientes. Solo que
algo debió de avisarla en su cerebro y en su corazón cuando vio que el aluvión
de cartas no se detenía, que pasaban los meses y aún los años y seguían
llegando mis cartas, las cartas del soldadito italiano. Tal insistencia debió
de hacerle pensar que lo mío por ti, mi querida Angelika, no era, ni mucho
menos, algo pasajero. Quizás pensó que te arrebataría de su lado y que ella
quedaría sola y abandonada. ¡Quién sabe lo que pasaría por su cabeza de vieja!
Ahora que nosotros también somos viejos quizás debamos comprenderla y
perdonarla, aunque al final de su vida, sin mostrar piedad ni arrepentimiento
destruyera aquellos papeles, manteniéndote totalmente ignorante de mis
noticias.
Por eso quiero ahora escribirte, no sea
que cuando te vuelva a encontrar me quede de nuevo sin habla o se me olviden
las cosas que quiero decirte. Quiero que ésta carta te compense por lo que no
te dieron las otras y que puedas leerla despacio, mientras el papel tiembla en
tus manos y yo te observo en silencio descubriendo los rasgos nuevos de tu
rostro, esas arrugas que te hacen más bella si cabe, tu pelo ahora blanco que
recoges en la nuca. Debes saber que miro y miro tu retrato y me pareces aún más
hermosa que de joven, tu cara ha ganado en dulzura y serenidad, tus ojos tienen
un mirar más indulgente.
Se lo he mostrado a todo el mundo, quiero que
sepan por qué me voy a Grecia. Y especialmente a mi amigo Antonio, te acordarás
de él, que ha estado este tiempo al corriente de todo. También, naturalmente, a
mi hijo. No sé si éste entiende lo nuestro, he pretendido dejarle claro que
nunca engañé a su madre, y es cierto, nunca la engañé. La pobre María nunca
supo de ti, ni mucho menos lo que yo sentía. Y a ella la quise, la respeté y
fui leal con ella. Sólo que en lo más hondo de mi corazón había un rescoldo que
nunca se apagaba. ¿Seré culpable de eso, de sentir así? Pienso que sólo se me
podrá acusar de no haber intentado extinguirlo, de no haberlo ahogado en las
frías aguas del recuerdo. Mas, ¿qué somos, sino recuerdo? ¿Qué valemos si nos
despojan de la memoria? Y ¿Qué habría conseguido tratando de olvidarte? ¿Es que
habría podido? Quizás me habría forjado un carácter más frío, más distante.
Quizás habría conseguido endurecer mi alma y hacer peor la vida de los demás.
No obrando así, no tratando de olvidarte, cosa que por lo demás seguro que no
habría conseguido, fui fiel al amor que nos juramos en las ruinas del acueducto
tantas tardes. Dicen que con la distancia y el tiempo se olvidan las pasiones.
Es posible que así sea, pero es que, mi querida Angelika, nosotros no estabamos
lejos el uno del otro. Me bastaba recordar las escasas catorce horas del barco
que nos devolvía a Crotona. Si aquel renqueante carguero pudo hacer la travesía
en ese tiempo, qué no harían los más modernos barcos de transporte. Consulté
mapas, calculé en unas 200
millas la distancia que separaba nuestras ciudades y me
decía, está cerca, está cerca, allá al otro lado del mar. Por eso gustaba de
salirme al puerto y mirar hacia levante. Allí sentado pasaba las horas, con tu
recuerdo, buscándote en la profundidad sin límites del horizonte. ¡Cómo iba a
olvidarte! Es imposible que te olvidara.
La posguerra fue un periodo triste y
oscuro, especialmente en mi región calabresa. Existía la posibilidad de emigrar
al Norte, Milán o Turín, decían que por allá había trabajo. Pero eso me
alejaría de ti, de tus añoradas costas griegas, tan cerca, tan al alcance de la
mano… Existía además la posibilidad de que, al fin, contestaras a mis cartas,
que dieras señales de vida, y que pudiéramos rehacer la nuestra, ora en Grecia,
ora en Italia.
Al fin conseguí un empleo en la fábrica,
aquí en Crotona. Significaba un ingreso seguro aunque menguado. Entonces conocí
a María. Bueno exactamente, me la presentaron, provenía del pueblo de mi madre,
en el interior, y era lo que puede decirse una chica conveniente. Después, ya
te lo imaginas, la boda, el nacimiento de mi hijo, el pasar de los años. María fue una buena esposa, una
buena mujer, aunque quizá algo simple. No entendía lo que ella llamaba mis
“arrebatos místicos”, que coincidían cuando más intenso se hacía tu recuerdo.
Era inútil hablarme, cuando estaba ensimismado. Fue entonces, como te he dicho,
cuando me dio por acudir al puerto, y aún hacerme aficionado a la pesca. Me
sentaba en el muelle, las piernas colgando, la caña entre las manos,
alimentando a los peces que pescaban otros, mientras mis ojos, sin ver, miraban
al horizonte, y mis pensamientos volaban lejos, lejos ...Luego volvía a casa
sosegado y tranquilo, dispuesto a entregarme entre los juegos infantiles de mi
hijo y los cuidados solícitos de María.
Queridísima Angelika, ahora dicen que
somos viejos. Tal vez tengan razón. !Han pasado tantos años! ¡Tantas cosas!
Nació mi hijo y te lo hice saber en una carta. Sería la última que tu tía te
ocultó. La siguiente fue cuando enviudé, y a ésa si contestaste. Después me
enviaste esta foto que ahora contemplo, mientras este barco tan moderno me
lleva raudo hacia Patras. Un oficial me ha dicho que la travesía durará un
total de 8 horas. Eso quiere decir que muy pronto te veré y debo terminar esta
carta. Recuerdo ahora la vez anterior en que surqué estas aguas, en sentido
opuesto, cuando nos repatriaron. Antonio, mi amigo, te diría mejor que yo cómo
hice la travesía: sin decir palabra, los ojos arrasados por el llanto, en medio
de un regimiento de soldados felices por volver a casa.
Pero ahora, en cambio, soy feliz. Nunca
pude imaginarme este desenlace. Yo, hijo de un país de emigrantes, hago al
revés de todos. Con casi 80 años a cuestas, Angelika, con un hijo que no
entiende porqué voy ahora a tu encuentro, a la edad en que los que pueden
vuelven a la patria en busca del descanso final, yo, Luigi Suracco, natural de
Crotona, que fui soldado en Patras luchando en una guerra que no entendía,
navego ahora a tu encuentro.
Me has dicho en tu última carta que
estás un poco delicada de salud, pero feliz por volver a encontrarnos. Mi
queridísima Angelika, no te preocupes, mi amor cuidará de ti, si hace falta,
como cuidé de María en sus últimos meses. Lo que importa ahora, lo único que realmente
importa, es que pronto, muy pronto vamos a volver a vernos. Te daré un abrazo,
y luego, sin mediar palabra, te entregaré esta carta, para observar, absorto,
cómo la lees despacio, el papel temblando ligeramente en tus manos, mientras yo
observo esas arrugas nuevas en tu rostro y ese cabello blanco que ahora recoges
en la nuca. Y cuando llegues a este punto de la carta, si reúno el valor
suficiente, si no me tiembla el pulso, quizás acaricie tu mejilla levemente con
el dorso de mi mano, y en ese momento tu alces levemente la mirada hacia mí
para que yo te diga lo que tu sabes, lo que has sabido siempre: Te quiero,
Angelika.
Luigi
Suracco no pudo cumplir su sueño; Angelika Stratigou había muerto horas antes
de que él desembarcara en el puerto de Patras.
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Aparecido en
El Correo Español- El Pueblo Vasco, Navidad de 1.998:
Angelika
Stratigou y Luigi Suracco, dos octogenarios que iban a casarse este mes, no
podrán cumplir su sueño por la muerte de ella. Se conocieron en 1.941, cuando
las tropas italianas ocuparon Patras, la ciudad en la que vivía Angelika.
Terminada la guerra, Luigi regresó a Crotona y envió varias cartas a su amada,
pero la tía de la destinataria se las ocultó. El se casó y tuvo un hijo, pero
después de la muerte de su esposa, a principios de los noventa, buscó a su amor
de juventud y descubrió que ella había permanecido soltera y aún le amaba.
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