martes, 28 de enero de 2014

La última carta




Recupero hoy un viejo escrito basado en hechos reales






        

         No sé cómo voy a poder expresar,  mi querida Angelika, todo lo que siento en estos momentos; puede que sea una empresa vana. Pero prefiero escribirlo, tratar de escribirlo, más bien, que fiarlo todo al albur de la memoria. Igual me pasa como la primera vez que te vi, cuando salías, aquel domingo de la iglesia de San Andrés: quise hablarte, tenía que hablarte; eras tan bella..., pero me quedé sin habla. No fui capaz de articular una palabra y te vi pasar junto a mí, ajena a mí, mientras yo sostenía, estrujaba más bien, entre mis manos sudorosas mi pobre gorra de soldado. Tal fue la impresión que me causaste aquella primera vez. Cuántas veces lo he recordado, tan vívido en la memoria, la hermosura de tu rostro, la serenidad de tus ojos, pero también el gesto adusto de tu tía. Entonces no pude ni imaginarlo, lo achaqué al exceso de celo de quien se siente responsable por la joven vida confiada. Después, en los meses que aún pasé en Patras, viéndonos a hurtadillas bajo los arcos del acueducto romano, burlando su vehemente vigilancia. En cierto modo era normal que tratara de preservar la virtud y la felicidad de su sobrina y no confiarse a un mísero soldado italiano. Ya se sabe, es la fama de todas las tropas y más si son extranjeras: llegar, conquistar, ocupar (también los corazones) y después, acabada la guerra, olvidar. Por eso no se lo reprocho, hasta cierto punto es normal que te ocultara mis cartas en los meses siguientes. Solo que algo debió de avisarla en su cerebro y en su corazón cuando vio que el aluvión de cartas no se detenía, que pasaban los meses y aún los años y seguían llegando mis cartas, las cartas del soldadito italiano. Tal insistencia debió de hacerle pensar que lo mío por ti, mi querida Angelika, no era, ni mucho menos, algo pasajero. Quizás pensó que te arrebataría de su lado y que ella quedaría sola y abandonada. ¡Quién sabe lo que pasaría por su cabeza de vieja! Ahora que nosotros también somos viejos quizás debamos comprenderla y perdonarla, aunque al final de su vida, sin mostrar piedad ni arrepentimiento destruyera aquellos papeles, manteniéndote totalmente ignorante de mis noticias.

         Por eso quiero ahora escribirte, no sea que cuando te vuelva a encontrar me quede de nuevo sin habla o se me olviden las cosas que quiero decirte. Quiero que ésta carta te compense por lo que no te dieron las otras y que puedas leerla despacio, mientras el papel tiembla en tus manos y yo te observo en silencio descubriendo los rasgos nuevos de tu rostro, esas arrugas que te hacen más bella si cabe, tu pelo ahora blanco que recoges en la nuca. Debes saber que miro y miro tu retrato y me pareces aún más hermosa que de joven, tu cara ha ganado en dulzura y serenidad, tus ojos tienen un mirar más indulgente.

          Se lo he mostrado a todo el mundo, quiero que sepan por qué me voy a Grecia. Y especialmente a mi amigo Antonio, te acordarás de él, que ha estado este tiempo al corriente de todo. También, naturalmente, a mi hijo. No sé si éste entiende lo nuestro, he pretendido dejarle claro que nunca engañé a su madre, y es cierto, nunca la engañé. La pobre María nunca supo de ti, ni mucho menos lo que yo sentía. Y a ella la quise, la respeté y fui leal con ella. Sólo que en lo más hondo de mi corazón había un rescoldo que nunca se apagaba. ¿Seré culpable de eso, de sentir así? Pienso que sólo se me podrá acusar de no haber intentado extinguirlo, de no haberlo ahogado en las frías aguas del recuerdo. Mas, ¿qué somos, sino recuerdo? ¿Qué valemos si nos despojan de la memoria? Y ¿Qué habría conseguido tratando de olvidarte? ¿Es que habría podido? Quizás me habría forjado un carácter más frío, más distante. Quizás habría conseguido endurecer mi alma y hacer peor la vida de los demás. No obrando así, no tratando de olvidarte, cosa que por lo demás seguro que no habría conseguido, fui fiel al amor que nos juramos en las ruinas del acueducto tantas tardes. Dicen que con la distancia y el tiempo se olvidan las pasiones. Es posible que así sea, pero es que, mi querida Angelika, nosotros no estabamos lejos el uno del otro. Me bastaba recordar las escasas catorce horas del barco que nos devolvía a Crotona. Si aquel renqueante carguero pudo hacer la travesía en ese tiempo, qué no harían los más modernos barcos de transporte. Consulté mapas, calculé en unas 200 millas la distancia que separaba nuestras ciudades y me decía, está cerca, está cerca, allá al otro lado del mar. Por eso gustaba de salirme al puerto y mirar hacia levante. Allí sentado pasaba las horas, con tu recuerdo, buscándote en la profundidad sin límites del horizonte. ¡Cómo iba a olvidarte!  Es imposible que te olvidara.

         La posguerra fue un periodo triste y oscuro, especialmente en mi región calabresa. Existía la posibilidad de emigrar al Norte, Milán o Turín, decían que por allá había trabajo. Pero eso me alejaría de ti, de tus añoradas costas griegas, tan cerca, tan al alcance de la mano… Existía además la posibilidad de que, al fin, contestaras a mis cartas, que dieras señales de vida, y que pudiéramos rehacer la nuestra, ora en Grecia, ora en Italia.

      Al fin conseguí un empleo en la fábrica, aquí en Crotona. Significaba un ingreso seguro aunque menguado. Entonces conocí a María. Bueno exactamente, me la presentaron, provenía del pueblo de mi madre, en el interior, y era lo que puede decirse una chica conveniente. Después, ya te lo imaginas, la boda, el nacimiento de mi hijo, el pasar de  los años. María fue una buena esposa, una buena mujer, aunque quizá algo simple. No entendía lo que ella llamaba mis “arrebatos místicos”, que coincidían cuando más intenso se hacía tu recuerdo. Era inútil hablarme, cuando estaba ensimismado. Fue entonces, como te he dicho, cuando me dio por acudir al puerto, y aún hacerme aficionado a la pesca. Me sentaba en el muelle, las piernas colgando, la caña entre las manos, alimentando a los peces que pescaban otros, mientras mis ojos, sin ver, miraban al horizonte, y mis pensamientos volaban lejos, lejos ...Luego volvía a casa sosegado y tranquilo, dispuesto a entregarme entre los juegos infantiles de mi hijo y los cuidados solícitos de María.

         Queridísima Angelika, ahora dicen que somos viejos. Tal vez tengan razón. !Han pasado tantos años! ¡Tantas cosas! Nació mi hijo y te lo hice saber en una carta. Sería la última que tu tía te ocultó. La siguiente fue cuando enviudé, y a ésa si contestaste. Después me enviaste esta foto que ahora contemplo, mientras este barco tan moderno me lleva raudo hacia Patras. Un oficial me ha dicho que la travesía durará un total de 8 horas. Eso quiere decir que muy pronto te veré y debo terminar esta carta. Recuerdo ahora la vez anterior en que surqué estas aguas, en sentido opuesto, cuando nos repatriaron. Antonio, mi amigo, te diría mejor que yo cómo hice la travesía: sin decir palabra, los ojos arrasados por el llanto, en medio de un regimiento de soldados felices por volver a casa.

         Pero ahora, en cambio, soy feliz. Nunca pude imaginarme este desenlace. Yo, hijo de un país de emigrantes, hago al revés de todos. Con casi 80 años a cuestas, Angelika, con un hijo que no entiende porqué voy ahora a tu encuentro, a la edad en que los que pueden vuelven a la patria en busca del descanso final, yo, Luigi Suracco, natural de Crotona, que fui soldado en Patras luchando en una guerra que no entendía, navego ahora a tu encuentro.

         Me has dicho en tu última carta que estás un poco delicada de salud, pero feliz por volver a encontrarnos. Mi queridísima Angelika, no te preocupes, mi amor cuidará de ti, si hace falta, como cuidé de María en sus últimos meses. Lo que importa ahora, lo único que realmente importa, es que pronto, muy pronto vamos a volver a vernos. Te daré un abrazo, y luego, sin mediar palabra, te entregaré esta carta, para observar, absorto, cómo la lees despacio, el papel temblando ligeramente en tus manos, mientras yo observo esas arrugas nuevas en tu rostro y ese cabello blanco que ahora recoges en la nuca. Y cuando llegues a este punto de la carta, si reúno el valor suficiente, si no me tiembla el pulso, quizás acaricie tu mejilla levemente con el dorso de mi mano, y en ese momento tu alces levemente la mirada hacia mí para que yo te diga lo que tu sabes, lo que has sabido siempre: Te quiero, Angelika.




                                        
     Luigi Suracco no pudo cumplir su sueño; Angelika Stratigou había muerto horas antes de que él desembarcara en el puerto de Patras.



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                                  Aparecido en El Correo Español- El Pueblo Vasco, Navidad de 1.998:


                                                   Angelika Stratigou y Luigi Suracco, dos octogenarios que iban a casarse este mes, no podrán cumplir su sueño por la muerte de ella. Se conocieron en 1.941, cuando las tropas italianas ocuparon Patras, la ciudad en la que vivía Angelika. Terminada la guerra, Luigi regresó a Crotona y envió varias cartas a su amada, pero la tía de la destinataria se las ocultó. El se casó y tuvo un hijo, pero después de la muerte de su esposa, a principios de los noventa, buscó a su amor de juventud y descubrió que ella había permanecido soltera y aún le amaba.


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lunes, 20 de enero de 2014

Notas musicales



La festividad de San Sebastián, me hace traer hoy este artículo publicado en Euroequipos en febrero de 2008.
Sirva como homenaje a Claudio Abbado, fallecido ayer mismo.



NOTAS MUSICALES


No hay mal que mil años dure, dice un refrán español. Han pasado los días navideños, hemos sufrido doce mil setecientos veintiocho anuncios de colonias y perfumes – ¿tan mal olemos los españoles? ¿son todos los fabricantes empresas de moda? ¿en qué pueden diferenciarse unos de otros, aparte del envase?-, han pasado también los Reyes Magos y nos enfrentamos a la cuesta de enero. La sorpresa más agradable ha sido una carta de mis amigos los Kociemski, Marek y Piotr, que junto a su felicitación de navidad me han enviado un CD con la Tercera Sinfonía de Gorecki.
Henryk Mikolaj Gorecki es un compositor que no deja indiferente a nadie. Su Sinfonía de las canciones tristes, para orquesta  y soprano, escrita en 1976, se divide en tres movimientos, donde en cada uno de los cuales, la soprano interpreta una de esas canciones. Es una música deliberadamente simple, en modo de canon, que recita unas pocas notas que, a medida que vamos escuchando, parece ser una incesante idea que se alimente  a sí misma, si podemos decirlo así. Al mismo tiempo tenemos la sensación de que algo va a cambiar, algo impredecible va a ocurrir. Y es la soprano quien entra con esas mismas notas, adaptándose perfectamente y entonando algo que es claramente una plegaria.
Reproduciendo sus palabras, Gorecki nos dice: Siempre he vivido en compañía de la muerte. Para comprender mi sinfonía hay que ir hasta el campo de concentración de Auschwitz. (…)Mi sinfonía no es sobre Auchswitz. Ni acerca del terrible régimen que vivimos los polacos bajo Stalin. (…) Pero mire a su alrededor. Sienta el vacío. Mire a su alrededor, a los millones de hambrientos de África. Mire la cara de odio que pone un automovilista al detenerse en un cruce. Este pozo de odio, este egoísmo asesino, está entre nosotros y sólo esforzándonos mucho lo podremos controlar.
La primera canción es una canción religiosa del siglo XV, de la colección de los cantos Lysagora, del monasterio de la Santa Cruz, el lamento de una madre por su hijo. La segunda es mucho más dramática: Zakopane, que en polaco quiere decir cubierta por la nieve, es una pequeña población pero importante estación  para los deportes de invierno, al pié de las montañas Tatra. En el sótano del cuartel general de la Gestapo, en la celda nº 3, grabado en el muro, sobre la firma de Helena Banda Blazusiakowna, de 18 años, presa desde el 16 de septiembre de 1944, se pudo leer, además: No mamá, no llores. Virgen Pura, Reina del Cielo, protégeme siempre. Zdrowás Mario. (Ave María)
Podemos imaginar en el terrible clima invernal de Zakopane, en la humedad del sótano, tras las torturas por ser sospechosa de pertenecer a la resistencia polaca, la escasa esperanza de conservar la vida para una persona de esa edad. Pero no percibimos dolor en sus palabras, están dirigidas a su madre, rogándole que no llore, sólo preocupada por ella. Son muy similares a las de la carta de Guy Môquet, el célebre resistente francés, también escrita a sus padres poco antes de morir fusilado por los nazis a los 17 años. O la carta de Julia Conesa, de 19 años, una de las Trece Rosas, dirigida a su madre y hermanos, reclamando su inocencia y pidiendo que su nombre no se borre en la historia. Parece ser común que quien se encuentra en una situación tan extrema siendo inocente, se preocupe por sus seres queridos, quizás en un intento desesperado de que en éstos perdure su inocencia.
En el tercer movimiento aparece nuevamente el dolor de una madre por la pérdida de su hijo a manos del enemigo, escrito esta vez en el dialecto de la región de Opole.
Esta versión de la Tercera Sinfonía, de las Canciones Tristes, es asimismo la tercera que poseo en mi exigua colección de música –tengo también su Miserere- pero la primera dirigida por el propio Gorecki, grabada en directo en la misma iglesia de la Santa Cruz de Zakopane.
Al lado de mi casa están el parque de bomberos y el Conservatorio de Música. A ratos, pueden oírse los ensayos de la Marcha de San Sebastián, de Sarriegui. Resulta inevitable establecer, no comparaciones, que no vendrían al caso, sino relaciones entre ambas manifestaciones culturales. La obra de Gorecki, con su forma canónica, repetitiva, nos lleva a un estado de ánimo difícilmente expresable con palabras; la marcha de Sarriegui, alegre, expansiva, de hondo significado para los donostiarras, parece querer mantenernos en movimiento. En ambos casos hablamos de repeticiones. En un caso, la repetición obedece a la necesidad del ensayo y es algo inherente, quizás, a los tiempos que corren: es preciso repetir las cosas muchas veces para que se graben en nuestra  memoria, de forma machacona, diríamos; en el otro caso, la repetición es muy distinta, parece decirnos algo, se graba fácilmente en nuestra mente y obedece a una lógica interna, causándonos gran impresión. Una nos habla al espíritu; la otra, quizás a la carne.
En este punto, y volviendo a las palabras citadas de Gorecki, cabe preguntarse: ¿la impresión que su audición pueda causar en un judío, diferirá de la que sienta un palestino de Gaza? Parece que es creciente el número de los primeros, con Baremboin a la cabeza, capaces de respondernos sinceramente. Quizás por eso pueda decirse de la música que es el más universal de los lenguajes.