Este texto ha aparecido en el número de octubre de la revista OPMachinery.
Continuando con esta cuestión del, a todas luces, excesivo ruido, es preciso recordar que si bien, como decíamos en el anterior comentario, hay reglamentaciones que tratan de controlar y reducir su emisión, las hay también que consienten su emisión hasta límites indudablemente insoportables y dañinos.
La documentación técnica que identifica cualquier modelo de motocicleta, turismo o camión señala múltiples detalles, entre ellos su emisión sonora, y si un agente de la autoridad de tráfico la inspeccionara para ver si algo ha sido modificado, seguramente lo encontrará todo en regla. El Ministerio de Industria habrá aprobado ese nivel sonoro presionado por el fabricante, que quiere fabricar lo que el mercado pide; es decir, ruido a tope. Esas motos que hacen un ruido similar a las de carreras han de producir a su dueño una satisfacción especial. Como a ese propietario de un coche americano de época con tropecientos caballos relinchando todos al unísono. ¿Qué sentirán esos individuos al notar que todas las miradas se vuelven hacia ellos? ¿Es posible que pueda existir gente tan estúpida?
Así que el gobierno debiera estar pensando en autorizar solamente las carreras de motos y coches equipados con motores eléctricos, totalmente silenciosos y no contaminantes. Y que se valorara la pericia de sus pilotos para consumir cada vez menos combustible, que todos los vehículos participantes llevaran la misma carga en sus baterías. Cosas así. Además de fijar un plazo máximo de cinco años para que todos los vehículos públicos, que circulen solo en ciudad, sean taxis, autobuses, ambulancias, camionetas de reparto o camiones de la basura, y en general todos los artilugios rodantes urbanos sean exclusivamente eléctricos. Esto llevaría a los fabricantes – al ser este mercado tan amplio e importante- a apresurarse en su carrera por los medios de transporte silenciosos y no contaminantes.
Y aprovechando que la lucha contra la pandemia está limitando los horarios del llamado ocio nocturno, cuando salgamos de ésta, habría que seguir con una limitación, digamos, hasta las diez de la noche, pero con un cierre total y absoluto a las doce. Y si se han de respetar los after hours habría que habilitarlos fuera de los núcleos urbanos, en parajes donde no hubiera habitantes a diez kilómetros a la redonda. No molestarían a nadie y los taxis tendrían un mercado asegurado.
El colmo es que los trenes interurbanos terminen sus servicios hacia la medianoche, y se hayan instaurado otros servicios nocturnos para que la muchachada puede volver a casa en un medio público después de una noche de farra. A la gente que aborda estos trenes en el centro de las ciudades para volver a sus barrios de residencia, es imposible – y normalmente muy poco aconsejable- pedirles que bajen el nivel de sus gritos y cánticos; ellos vuelven seguros a sus casas en tanto los vecinos de las estaciones han de soportar esos ruidos de madrugada. Sencillamente, no tiene sentido, se mire por donde se mire.
En un comentario anterior hablábamos de las ruidosas plazas durante las fiestas patronales. Esto pudo tener una explicación en los tiempos en que la gente no salía de sus pueblos y había que proporcionarle (ya saben, pan y toros) un poco de diversión. Pero ¿qué sentido puede tener hoy en día en las ciudades actuales, mantener fiestas patronales con verbena incluida en los barrios, por el hecho de que tengan la advocación de un santo o simplemente porque siempre se han realizado? ¿Alguien me puede explicar la razón de que exista la figura de un concejal de festejos? Por no hablar de los fuegos artificiales, que en el 99% de los casos son repetitivos, aburridos y, sobre todo, molestos.
Y para terminar, en las ciudades nos encontramos cada vez más frente a una nueva fuente de molestias, como los pisos que se alquilan a estudiantes o a los inmigrantes. Sus ruidos se deben a la poca educación, nunca al hecho de la juventud de unos o a la diferencia cultural de los otros.