martes, 6 de octubre de 2020

Contaminación acústica (2)

 Este artículo ha aparecido en el número de Agosto-Septiembre del presente año en la revista OPMachinery. 


Hace ya unos meses hablábamos en estas líneas de la contaminación acústica en algunos de sus múltiples aspectos; hoy vamos a tratar otras variaciones, en un ejercicio que, sospecho, tendrá continuación. Porque el hacer ruido parece haberse convertido en un deporte nacional. Siempre me ha llamado la atención la exigencia, más que justificada, de medidas de protección en según qué tipos de trabajo: estar ocho horas diarias soportando el ruido de múltiples máquinas en una nave industrial no está, literalmente, pagado. Se paga por producir unas determinadas piezas, o vigilar y alimentar unas máquinas mientras se controla la calidad de lo producido, por ejemplo. Pero no se paga por hacer esas tareas u otras similares en unas condiciones de altísimas o muy bajas temperaturas; o de ruido excesivo y atentatorio a la integridad auditiva de las personas que allí trabajan. Todo eso está fuera de toda duda y en consecuencia se provee al trabajador de unos cascos que aminoren el ruido. Hasta aquí todo normal, todos lo ven bien y está fuera de discusión.

Pero a veces, esas mismas personas – u otras, que para el caso es lo mismo- cuando están en sus momentos de ocio se someten a sí mismas, sin defensa alguna, a mayores niveles sonoros que los que soportarían en su trabajo. Es decir lo que no se admite en el trabajo se puede ver como normal en el ocio o en la vida diaria. Pasan a nuestro lado vehículos, privados o públicos, que hacen un ruido infernal; algunos de ellos con las ventanillas bajadas haciéndonos partícipes a los demás de los gustos ¿musicales? del conductor; motocicletas que llevan comida preparada a aquellos a los que el ajetreo de la vida les ha hurtado la posibilidad de preparase una buena ensalada por sí mismos, motocicletas que son especialmente ruidosas, hermanas gemelas de las que utilizan jovenzuelos en sus primeras andanzas a motor. En poco tiempo podrán hacer medrar sus cabalgaduras y hacerse con otras del tipo de rally campestre, que es una categoría previa a las de la clase de carreras, y en ese proceso siempre somos los peatones o vecinos de las casas próximas los que quedamos con el alma en vilo hasta que la distancia aminora nuestro sufrimiento.

Yo me pregunto qué van a hacer estos motoristas cuando – esperemos que sea mañana mejor que pasado- los motores de combustión sean sustituidos por motores eléctricos y, por tanto, silenciosos. ¿Se avendrán a pasar desapercibidos y no hacer el estruendo que nos brindan actualmente, o llevarán esas futuras motos un artilugio que reproduzca el ruido que emiten las de ahora? O ¿dejarán de andar en moto? ¿Desaparecerá ese icono del motorista con cuero de los pies a la cabeza, remaches aquí y allá, gafas de sol y un orinal sin mango a modo de casco?

Pero no hay que olvidar que otra gran parte del ruido lo producen los ayuntamientos. Sí, esos entes a los que pagamos para que nos faciliten la vida, y que en el 99% de los casos piensan y actúan como si la ciudad les perteneciera a ellos, completamente olvidados de que sigue siendo nuestra. En la plaza debajo de mi ventana empieza a eso de las séis de la mañana una máquina barredora que también riega y lava los suelos y cuyo estruendo espanta a los pajaritos que debido al alumbrado público se creen que ya ha amanecido. Y si es en otoño, se complementa con una sopladora manual que arrincona las hojas caídas. Todo ello para que la plaza luzca esplendorosa cuando un poco antes de las ocho empiecen a montar las terrazas de los bares y abran el supermercado contiguo.

Ay!, el poder de la hostelería..., ¿no sabían ustedes hasta donde alcanzaba?Empezamos a darnos cuenta ahora, con esto del coronavirus. Pero esto es harina de otro costal.


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