Este artículo se publicó en el número de abril de la revista OP Machinery.
El
castor, según Wikipedia, es un mamífero roedor semiacuático, muy conocido por
su habilidad natural para construir diques en ríos y arroyos.
Pablo
Neruda escribió “Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir por
ejemplo: La noche está estrellada y titilan, azules, los astros a lo lejos”.
Recuerdo siempre estos versos cuando contemplo la noche sobre el Mediterráneo,
desde Peñíscola, y bajando la vista hasta el horizonte veo un titilar de luces
más fuerte que los demás pero que no es, obviamente, ningún astro.
Sí,
es el Castor -lo que comúnmente llamamos el Castor-, algo que nos recuerda a
esas plataformas petrolíferas que todos hemos visto alguna vez, y que permanece
anclada en esa parte de la costa, a una distancia de veintitantos kilómetros mar adentro. Por otra
parte, en el término municipal de Vinarós, cuatro kilómetros al interior, perfectamente
visible desde la autopista AP-7 y muy fácil de identificar, está la planta de
regasificación. Ambas instalaciones, la de tierra y la del mar, son las dos
patas de un proyecto consistente en almacenar gas aprovechando un viejo yacimiento
petrolífero agotado y sito bajo la plataforma. Este depósito nos permitiría
tener gas disponible si por cualquier causa España tuviera problemas de suministro.
Por lo que verán más adelante, este tipo de obras es un ejemplo de la
manera con la que las grandes empresas constructoras españolas, parte de la
marca España, han ido forjando sus imperios. Veamos: El Estado, siente la
necesidad de ese depósito estratégico y lo saca a concurso. La constructora
española –en este caso, ACS- busca la tecnología específica para el caso y la
encuentra en una empresa canadiense. Entre ambas crean una nueva sociedad,
sesenta y seis por ciento española y el resto canadiense, que será la encargada
de llevar adelante el proyecto. No se les escapa a ustedes que la financiación
del proyecto va a basarse en el encargo por parte del Estado español, que será
quien pague. Y que además, se establece una cláusula que viene a decir que si
por cualquier causa, incluido el dolo, la construcción no se llevara a término,
el Estado estaría igualmente obligado al pago. Vamos, que con esas condiciones
cualquier empresa habría tenido acceso a la financiación precisa. Cabe
preguntarse por qué razón el Estado no aborda por sí mismo ese tipo de
proyectos. ¿Tiene alguien la respuesta? Al margen de la consabida de que lo
privado es mejor, claro.
Recabados los informes pertinentes favorables, entre ellos el del Instituto
Geográfico Nacional, se inicia y termina la obra en los plazos más o menos
previstos, si bien como suele ocurrir en este tipo de obras, del presupuesto
inicial de unos 600 millones de euros se llega a la cifra final de 1.300 en
números redondos. Se comienza a inyectar el gas en el subsuelo marino pero,
enseguida empiezan a producirse una larga serie de temblores, algunos de una
potencia nada despreciable. Comienzan las quejas y denuncias de diversos
organismos afectados, y se decide la paralización de los trabajos. El Estado
solicita un informe al Instituto Geológico y Minero, que establece la relación
causa-efecto entre las inyecciones de gas y los sismos. Al final, se paraliza
el proyecto y el Estado procede, de acuerdo con el condicionado del contrato
explicado más arriba, al abono a la constructora de los 1.300 millones. Y
finalmente -por el momento, no se puede descartar nada-
en este mes de febrero, el Estado ha vuelto a satisfacer otra partida de 250
millones, por gastos de operaciones no satisfechos.
El
coste final estimado de toda la operación que los españoles tendremos que
pagar, vía factura del gas durante los próximos 30 años, ascenderá a la suma de
4.731 millones. Es decir, lo que iba a costar 600 millones se ha multiplicado
por ocho.
Los
españoles hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Pero algunos
españoles lo siguen haciendo.
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