Este artículo ha sido publicado en la revista OP Machinery, en su número de junio-julio corrientes.
Poco antes de llegar a Lleida por la autopista AP-1, uno se encuentra la salida que conduce a Alcarrás, una población con un fuerte crecimiento demográfico en los últimos decenios, en parte debido a los cultivos horto frutícolas de regadío, a orillas del Segre. Y es en estos campos donde se desarrolla la acción de la película homónima de dicho pueblo, película en la que podemos conocer el día a día de una familia cuyas tres generaciones presentes viven juntas, cada una bajo una perspectiva diferente como es natural, un punto de ruptura vital, una vivencia nueva que va a trastocar su experiencia. En las primeras imágenes, los tres niños que juegan en lo que queda de un desvencijado 2CV, asisten estupefactos al despojo de su juguete, vaticinio de lo que toda la familia va a sufrir. Proudhon ya afirmó, va para doscientos años, que la propiedad es un robo, que la tierra en la que vivimos nos ha sido usurpada en virtud de distintos mecanismos por unos pocos, lo que ha propiciado que unos muchos no posean ni la casa en la que viven; que no tengan otra cosa que sus brazos, los que a menudo no son suficientes para, mediante su alquiler, satisfacer sus necesidades más elementales. Y todo en nombre del sacrosanto poder del Registro de la Propiedad. Proudhon reconocía, eso sí, el derecho a la propiedad de la tierra que uno puede trabajar, cuya extensión deberá variar ante la mejora de las herramientas y ayudas que el desarrollo tecnológico nos proporcione; una sola persona debidamente provista con los equipos agrarios actuales puede y debe hacerse acreedor a una extensión mayor. Y por supuesto, al piso o casa que se habita, debiéramos añadir. Al margen de esto, las cooperativas y las granjas comunales debieran ser los instrumentos colectivos para trabajar la tierra, cuyos frutos sean repartidos y cuyo excedente contribuya a la mejora común. Porque, ¿dónde está escrito que la tierra pertenezca a los que hoy detentan en propiedad los latifundios, y con ellos los manantiales y las minas? ¿Porque son herederos de otros con el mismo derecho? ¿O no será porque fue tomada por la fuerza de las armas en la última guerra que nos asoló, hace cincuenta, doscientos o setecientos años?
Pero bueno, dejemos estas peroratas, que no añaden gran cosa al comentario de la película. Comentario que había prometido a unos amigos y al cual debo ceñirme. La película, a pesar de sus dos horas completas de proyección, me ha parecido buenísima. Yo, que soy defensor de los noventa minutos como duración de un largometraje, he de reconocer que la acción discurre placenteramente y el espectador no bulle en su butaca deseando el final. Esto, también a pesar de que la película se ofrece en versión original subtitulada, dado que está rodada en las propias voces de sus intérpretes, actores no profesionales que llevan a cabo un trabajo digno de los mejores.
Algunos críticos han encontrado en el neorrealismo italiano un espejo con el que encuadrar esta película de la joven directora Carla Simón; seguramente tendrán razón, pero a mí me ha recordado la esencia de Los Santos Inocentes, la de Delibes y Camus, en la que una familia, como modernos siervos de la gleba, habita una casucha a la entrada de la finca del Señor, y cuando éste no está, se desplaza hasta la raya , a una mísera choza a cuidar y hacer medrar el ganado ajeno. Como cantaba Atahualpa Yupanqui, las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas.
En la película de Carla Simón, la familia protagonista habita en una propiedad de otros, hecho que condiciona sus posibilidades de futuro, y todos y cada uno de esos protagonistas sienten íntimamente la fatalidad que les acecha; y, entre todos ellos – para mí- es la mirada de Mariona la que nos va señalando ese decurso de los acontecimientos que ella va sintiendo en su silencio; observa, escucha, y se empapa de todo, comprendiendo lo que va a ocurrir.
En fin, una película para ver. No os la perdáis, amigos.
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