jueves, 27 de abril de 2017

¿Podría España vivir sin Zara?






¿PODRÍA ESPAÑA VIVIR SIN ZARA?

Obviamente, ésta no es más que una pregunta retórica; claro que España puede vivir sin Zara, sin Mango o sin El Corte Inglés, y tantas otras cadenas comerciales y tantos supermercados y grandes superficies como hay sembradas hoy en día por la geografía española.
De hecho, en la ciudad que habito, se ha configurado una cuadrícula muy bien definida de unas seis u ocho manzanas, en el ensanche de la ciudad, que alberga todos los establecimientos de esa clase de comercios. Se dice –y a mí me cuesta mucho creérmelo- que la tienda de Zara en esa cuadrícula (vamos a llamarla cuadrícula de oro, por simplificar) es la tienda líder en ventas a nivel mundial; desde luego la afluencia de clientas es muy grande, tanto de aquí como del otro lado de la frontera.
Tradicionalmente, las familias propietarias de los comercios tenían un sistema económico que funcionaba. A base de grandes sacrificios personales, sin escatimar horas al negocio, se ganaba un dinero que permitía un buen vivir, y, al final de la vida laboral, esos comercios se transferían a los hijos que querían continuar con la misma actividad, o se traspasaban a terceros, o se alquilaba el local o se vendía. De cualquiera de las maneras, esas personas encaraban su jubilación sin sobresaltos, asegurándose unos años plácidos.
Modernamente, aparecieron las grandes cadenas de moda, que con la globalización encontraron su El Dorado, fabricando fuera a bajo coste artículos que aquí vendían a bajo precio con altísimos márgenes, y con la crisis del año 2008, el “gusto” de la clientela pasó de las prendas de cierta calidad a las de conveniencia, arrastrando a la ruina al pequeño comercio que no tenía acceso a ese tipo de negocio; la bajada de salarios y la reforma laboral ayudaron a conformar la actual situación; el sistema se retroalimentaba, pues la publicidad y el deseo irrefrenable de consumo de la población conducían indefectiblemente a los consumidores a los nuevos comercios, cerrando los tradicionales.
Se produjo un doble hecho. De un lado la proletarización de los hijos de los comerciantes tradicionales (y no sólo de éstos) proporcionando a las nuevas empresas una mano de obra barata y bien formada. Del otro lado, las esperanzas de una jubilación mejorada para los anteriores comerciantes se fueron desvaneciendo paulatinamente, pues sólo los que tenían sus locales dentro de la cuadrícula de oro, pudieron vender o alquilar en condiciones ventajosas. Los de fuera de ese espacio, aunque fuere en calles adyacentes bien cercanas, no han conseguido todavía ese objetivo; no hay más que darse una vuelta por esas calles, buenas calles comerciales de toda la vida, para observar la cantidad de locales con el cartelito de se vende o se alquila; cada vez son más, hay que añadir. Lo que antes eran animadas calles comerciales, están convirtiéndose ahora en meros lugares de paso
Y, como hemos dicho más arriba, han de ver cómo algunos de sus hijos están ahora empleados por el sistema que a ellos les ha llevado casi a la ruina. Y para más inri, leer, además, noticias referidas a los bajos impuestos que estas empresas pagan, las inversiones que realizan en los centros de las grandes capitales mundiales, y el lugar que ocupan sus propietarios en los listados de las personas más ricas del mundo.
Se dice, por parte de los defensores de este nuevo sistema comercial que se crea empleo, pero nunca nos dicen cuánto se destruye. Debe  ser que ahí se acaban sus razones.
Por otro lado, sería interesante contemplar el proceso de uniformización comercial al que hemos llegado; cualquier ciudad  que se visite, en cualquier país, y, casi, en cualquier continente, muestra las mismas cadenas, como clones comerciales. Un paso más en el proceso de aculturación, propio de esta civilización.



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