¿PODRÍA ESPAÑA VIVIR SIN ZARA?
Obviamente,
ésta no es más que una pregunta retórica; claro que España puede vivir sin
Zara, sin Mango o sin El Corte Inglés, y tantas otras cadenas comerciales y
tantos supermercados y grandes superficies como hay sembradas hoy en día por la
geografía española.
De
hecho, en la ciudad que habito, se ha configurado una cuadrícula muy bien
definida de unas seis u ocho manzanas, en el ensanche de la ciudad, que alberga
todos los establecimientos de esa clase de comercios. Se dice –y a mí me cuesta
mucho creérmelo- que la tienda de Zara en esa cuadrícula (vamos a llamarla
cuadrícula de oro, por simplificar) es la tienda líder en ventas a nivel
mundial; desde luego la afluencia de clientas es muy grande, tanto de aquí como
del otro lado de la frontera.
Tradicionalmente,
las familias propietarias de los comercios tenían un sistema económico que
funcionaba. A base de grandes sacrificios personales, sin escatimar horas al
negocio, se ganaba un dinero que permitía un buen vivir, y, al final de la vida
laboral, esos comercios se transferían a los hijos que querían continuar con la
misma actividad, o se traspasaban a terceros, o se alquilaba el local o se
vendía. De cualquiera de las maneras, esas personas encaraban su jubilación sin
sobresaltos, asegurándose unos años plácidos.
Modernamente,
aparecieron las grandes cadenas de moda, que con la globalización encontraron
su El Dorado, fabricando fuera a bajo coste artículos que aquí vendían a bajo
precio con altísimos márgenes, y con la crisis del año 2008, el “gusto” de la
clientela pasó de las prendas de cierta calidad a las de conveniencia,
arrastrando a la ruina al pequeño comercio que no tenía acceso a ese tipo de
negocio; la bajada de salarios y la reforma laboral ayudaron a conformar la
actual situación; el sistema se retroalimentaba, pues la publicidad y el deseo
irrefrenable de consumo de la población conducían indefectiblemente a los
consumidores a los nuevos comercios, cerrando los tradicionales.
Se
produjo un doble hecho. De un lado la proletarización de los hijos de los
comerciantes tradicionales (y no sólo de éstos) proporcionando a las nuevas
empresas una mano de obra barata y bien formada. Del otro lado, las esperanzas
de una jubilación mejorada para los anteriores comerciantes se fueron
desvaneciendo paulatinamente, pues sólo los que tenían sus locales dentro de la
cuadrícula de oro, pudieron vender o alquilar en condiciones ventajosas. Los de
fuera de ese espacio, aunque fuere en calles adyacentes bien cercanas, no han
conseguido todavía ese objetivo; no hay más que darse una vuelta por esas
calles, buenas calles comerciales de toda la vida, para observar la cantidad de
locales con el cartelito de se vende o se alquila; cada vez son más, hay que
añadir. Lo que antes eran animadas calles comerciales, están convirtiéndose
ahora en meros lugares de paso
Y,
como hemos dicho más arriba, han de ver cómo algunos de sus hijos están ahora
empleados por el sistema que a ellos les ha llevado casi a la ruina. Y para más
inri, leer, además, noticias referidas a los bajos impuestos que estas empresas
pagan, las inversiones que realizan en los centros de las grandes capitales
mundiales, y el lugar que ocupan sus propietarios en los listados de las
personas más ricas del mundo.
Se
dice, por parte de los defensores de este nuevo sistema comercial que se crea
empleo, pero nunca nos dicen cuánto se destruye. Debe ser que ahí se acaban sus razones.
Por
otro lado, sería interesante contemplar el proceso de uniformización comercial
al que hemos llegado; cualquier ciudad
que se visite, en cualquier país, y, casi, en cualquier continente,
muestra las mismas cadenas, como clones comerciales. Un paso más en el proceso
de aculturación, propio de esta civilización.
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