Este artículo ha sido publicado en OP Machinery en su número de octubre.
De
un tiempo a esta parte, ciudades, pueblos y aldeas vienen siendo
engalanados, sin motivo especial aparente, con la bandera española.
Unas veces se puede ver en balcones o ventanas o en mástiles ad
hoc en jardines;
nueva, con sus vivos colores, o
ajada por lluvias y soles. Que yo recuerde, antes nadie tenía una
bandera en casa. En las películas americanas veíamos aquellos
ranchos solitarios con su molino de viento y, a menudo, con su
bandera. Yo imaginaba que se debía a la tradición de conquista que
fue la marcha hacia el oeste y así la bandera identificaba a sus
habitantes: aquí vive un americano, hasta aquí he llegado para
construir un futuro para mí y mi familia. Cosas así, pensaba yo.
Nosotros, no necesitábamos demostrar nada: Ya saben, España es
Cantabria, y lo demás, tierra conquistada.
Hoy
en día, en Cantabria como en Asturias, tierras no holladas por el
infiel sarraceno,
se pueden ver tantas
banderas como en Madrid,
Levante o el Sur. Hay ciudades que rivalizan con su vecina para ver
cuál la tiene más grande. También hay profusión de otras
banderas, pensemos en Cataluña o en Euskadi, aquí con menos
frecuencia que antaño. Se exhiben banderas en partidos de fútbol o
en
otros deportes, sean encuentros entre españoles o participe un
equipo extranjero. Incluso aunque la mayoría de los jugadores
provenga de otras latitudes nada hispanas -por cierto, subsiste la
costumbre de visitar a la Patrona de la provincia para que nos dé
suerte en la liga que comienza, y allí pueden verse jugadores
negros, orientales, magrebíes y hasta judíos.
Es
fácil entender que en esta invasión de banderas ha ayudado la
tienda del chino. Ahí se pueden encontrar de todos los tamaños y a
unos precios imbatibles, y para esas otras de plaza pública con
mástil metálico de altura, hay un avispado fabricante de no
recuerdo qué provincia que las puede suministrar.
Lo
extraordinario es el auge patriótico que implica tanta bandera. Pero
desde Napoleón, que yo sepa, ningún ejército extranjero ha hollado
el suelo patrio, y Portugal o
Francia disponen de otras estratagemas para invadirnos -por
cierto, he de averiguar
que debo hacer para obtener el pasaporte portugués: al fin y al cabo
Portugal es una República y no tiene al Macron ese.
Entonces, ¿a qué viene ese
fervor patriótico? Pues ni más ni menos que
al intento de una parte de la sociedad española de patrimonializar
los símbolos para demostrar que la otra porción es menos española
o nada española. Vamos, lo que se denomina patriotismo de balcón.
Es decir, son patriotas de pacotilla, lucen los colores en las
pulseras que adornan sus muñecas o en la cinta del sombrero que les
cubre y hasta en la toalla
que extienden en la playa. Y
los que militan en esa ideología tienen
un pase, pero los
que no y no tienen
suficientes luces como para darse cuenta, son
consentidores. En otras
palabras, se trata de un
trampantojo.
El
culmen de estas prácticas lo constituye la jura o promesa de la
bandera, para lo que se requiere que hayan pasado 25 años de su jura
en el ejército, ser español sin tacha, y poco más.
El
próximo 16 de noviembre en Peñíscola
se llevará a cabo
solemnemente tal acto. Dense
prisa pues el aforo está limitado a 500 jurandos, que
podrán acudir con dos
acompañantes cada uno. Y la
última fecha hábil para apuntarse es el 11 de noviembre, cuando ya
se sabrán los resultados de las elecciones de Pedro el Bello.
Yo
posiblemente me la juegue y espere a ese día para apuntarme, pues si
el resultado es el que Pedro se merece es mejor acudir, jurar
y volver
con el oportuno
certificado de asistencia. Por
si acaso.
En
caso contrario, colgaré de mi balcón la bandera tricolor, que
también es española. Por mucho que les pese a algunos.
Y,
sobre todo, recuerden lo que decía El Roto en una de sus recientes
viñetas: “Si tiras del hilo de cualquier bandera, se deshace el
fanatismo”.
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