Hoy, 18 de febrero, hemos sido miles los que hemos asistido en directo y en español, a través de Youtube, al aterrizaje - ¿amarización?- sobre la superficie del cráter Jezero, en Marte, del rover Perseverance (no hace falta traducción) que se lanzó el año pasado y colectará muestras del suelo, muestras que serán recogidas por una nave ulterior que se lanzará en 2026. Con esas muestras se pretende saber si hubo una inundación en dicho lugar, y consecuentemente, si puede haber esperanzas de encontrar agua en la superficie del planeta rojo.
A mí me gusta pensar que ese lugar, el cráter Jezero, es el punto donde otro rover, el Sojourner, tomo tierra el 4 de julio de 1997, y donde se sitúa la narración titulada La Avalancha, que yo escribí a continuación, y que se publicó en la revista Maquinaria y Equipos en ese mismo año, y en estas líneas el 3 de junio de 2013. Se la ofrezco a ustedes:
La avalancha
En cuanto dejó de sentir el vendaval producido por las aspas del helicóptero, Natalio aminoró el paso. Ya no estaba en buenas condiciones, se fatigaba demasiado, le costaba mover su corpachón enorme, la barriga cada vez más prominente. Se encaminó despacio, recuperando el resuello, hacia el pequeño promontorio desde donde se veía - se adivinaba más bien-, el valle, y donde le esperaba su vieja camioneta. Al llegar se aflojó del todo el nudo de la corbata y se desabrochó los botones segundo y tercero de la camisa. Sentado al volante, con la puerta abierta, se secó el sudor de su frente con la manga de la chaqueta y lentamente, con complacencia - el estruendo del helicóptero se había extinguido-, extendió una vez más la vista hacia el valle.
Acababa de llegar de la capital. Una hora de helicóptero y tres de avión antes, había vivido su triunfo. Las autoridades, con el presidente a la cabeza, le habían mostrado su admiración y respeto. Extrajo del bolsillo de la chaqueta para admirarla una vez más, la condecoración que le habían prendido al pecho, la más alta que pudiera recibirse desde el rango civil. El reconocimiento de la sociedad era la culminación a aquellos largos años de dedicación y esfuerzo, donde no había escatimado su entrega, en los que había envejecido en la ingente tarea de cambiar la faz de la tierra. Así lo había dicho el mismísimo presidente en su discurso:
-... este gigante, Natalio, permitame que le llame así, simplemente, Natalio, como le llama todo el mundo, este gigante, repito, cuya labor ha cambiado la faz de la tierra...
Y en efecto, así era. Donde él estaba ahora, diecinueve años atrás sólo podían estar los cóndores sobrevolando su territorio. Ahora había un helipuerto, hangares, edificios administrativos, talleres, residencias para el personal, su propio chalecito. Y todo eso era la cota + 93 respecto al fondo del cauce. Había sido necesario mover miles de millones de metros cúbicos, las cifras podían marear a cualquiera, y la obra era perfectamente visible desde el espacio exterior. Primero, construir alojamientos para los miles de personas empleadas; después, a medida que la obra avanzaba, cambiar ese emplazamiento de sitio por dos veces. Entre tanto los diarios problemas por resolver, al principio como uno de los responsables máximos de la obra, después, enseguida, a causa de la avalancha que tantos muertos causó, como máximo responsable. Repasó mentalmente aquellos momentos. Apenas podía ya recordar los rostros: El Comité de Ingenieros, al que él estaba a punto de acceder, pereció en pleno. Luego, los intrincados manejos financieros que situaron a su empresa en la cabecera del Consorcio y entonces, su propio encumbramiento a la dirección de la obra. Recordó también algunos artículos de prensa que trataron de responsabilizarle del desastre. Volvió a secarse el sudor de la frente con la manga de la chaqueta. Cerró los ojos recordando los miles de máquinas que habían empleado, hasta el punto de que la obra había activado la construcción mundial de maquinaria. ¡Cuántos cientos de perforadoras, excavadoras, cargadoras, tractores, empujadores, motoniveladoras, compactadoras! Cuántas miles de toneladas de explosivo, de gasóleo, de aceite. Cuántos martillos, cuántos tallantes, cuántas trituradoras, cuántas plantas de hormigón, cuántas de asfalto. Cuántos miles y miles de maquinas habían sido utilizadas. Cuántas cizallas se habían usado para reciclar aquel material. Cuántas toneladas habían circulado por la vía férrea, expresamente construida para el acarreo, que se extendía por 365 kms a través del desierto.
Cuánta gente había conocido en aquellos años: obreros, capataces, topógrafos, ingenieros; asesores, vendedores de maquinaria, vendedores de material de desgaste. Cuántos de ellos habían desaparecido ya, unos de forma natural, otros, cuando la avalancha.
La avalancha, otra vez la avalancha, no se la quitaba de la cabeza, después de tantos años, ahora que la obra estaba terminada, ahora que él acababa de recoger el reconocimiento unánime; ni que él fuera responsable de algo como se empeñaron en demostrar, sin conseguirlo, aquellos malditos diarios. Pues no, bien alto lo podía decir, allí, sentado en su vieja camioneta, en el promontorio, dominando una pequeña parte del paisaje: ¡Él, Natalio, no era responsable, no podía ser responsable!”. Se movió inquieto en el asiento, buscando una postura más cómoda, nadie le iba a privar de su éxito, de sus honores tan arduamente conseguidos. Volvió a removerse en el asiento sin encontrar acomodo. Entonces le pareció que la camioneta se movía. Miró la palanca de freno; estaba echada. Pero no, no se movía, se balanceaba. Al instante un rumor sordo, mineral, que iba creciendo, aumentó su estupor. Trató de saltar al exterior, pero tuvo miedo. Entonces miró hacia abajo, al cauce, al valle: Una mancha fangosa, ingente, de tierra y rocas, de color rojizo, avanzaba a gran velocidad arrasándolo todo a su paso. El ruido se multiplicó, la tierra temblaba, sintió una punzada en el pecho y buscó en el bolsillo del pantalón las pastillas que siempre llevaba consigo. No las tenía. “Moriré de cualquier manera, pensó, será el corazón o la maldita avalancha”. Sintió una opresión en el brazo, cada vez más fuerte, más fuerte, conocía los síntomas.
-¡Natalio! ¡Natalio! ¡Despierta, estás soñando! ¡No debes tomar coñac después de cenar, siempre te trae pesadillas! - le reprochó su mujer.
A duras penas, se incorporó en la cama, hasta quedar sentado. Sudaba copiosamente. Fue a secarse con la manga de la chaqueta del pijama pero estaba completamente empapada.
Poco a poco, fue recuperando la consciencia. Entonces recordó las imágenes de la TV, la víspera, que tanto le impactaron: El Sojourner avanzaba lentamente sobre la superficie rojiza de Marte; el locutor hablaba de una inimaginable inundación millones de años atrás.
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