En un lugar de La Montaña, de cuyo nombre no quiero acordarme porque los directamente concernidos lo reconocerán inmediatamente y los ajenos se confundirán entre la maraña de pueblos, barrios y lugares, cabañas y casonas, montes y peñas, ríos y regatos, torcas y prados, que de todo hay, y en abundancia y en modo que mejor no puede ser dispuesta; lugar donde destaca el verde en el paisaje y la templanza en el ambiente; donde sus gentes han presumido siempre de su condición de hidalguía... Pues bien, en ese lugar no ha mucho que el Gobierno de Cantabria, que es la denominación oficial y política de la Administración del repetido lugar, ha anunciado la instalación de varios parques eólicos que, al entender de sus gentes, amenazan la paz, el paisaje, el silencio, los acuíferos y hasta la idílica estampa del ganado paciendo en sus verdes prados, aunque esto último tenga otras amenazas tanto o más graves.
Esta parte de La Montaña – como a muchos nos gusta llamarla, que ése ha sido su nombre toda la vida- tiene un río, el Miera, que ha sido protagonista durante cuatro siglos de grandes cambios, no solo en el paisaje, sino también en la población del valle. A mediados del siglo XVII se empezó, por iniciativa real, la construcción de unos altos hornos para la fabricación de cañones para los ejércitos reales; esta actividad tuvo dos consecuencias inmediatas, una, la llegada de mano de obra experta de origen flamenco. Estos nuevos habitantes se incorporaron, no sin dificultad - pues no fueron aceptados por los hidalgos nativos, y ellos, por su parte, se refugiaron en su étnica diferencia- a la población original; la otra consecuencia fue el fin de los bosques del propio valle y de otras partes aledañas, cada vez más lejanas, para procurarse la madera con la que alimentar los hornos. Aunque se establecieran modos de talar los bosques para lograr un mayor aprovechamiento de la madera, y se acometieran también sistemas de repoblación, el consumo de la madera fue siempre más rápido que su obtención. Esto ocasionó, junto con otras razones no ajenas a la decadencia general del país, el abandono de la fundición de cañones en las primeras décadas del siglo XIX. Este abandono tuvo a su vez una consecuencia positiva en el aumento de la cabaña ganadera por la disposición de tierras de pasto, junto a las ideas liberales plasmadas en la Desamortización, que propugnaban que las tierras comunales pasaran a poder del individuo. Y tuvo también otra consecuencia positiva en el aprovechamiento del río, no tan caudaloso como había sido antaño por la pérdida de los bosques, pero que podía, mediante una presa, proveer la energía necesaria para una fábrica de hilados y tejidos que se llamó La Montañesa Textil. Esta nueva actividad fabril, que se desarrolló desde mediados del siglo XIX hasta los años setenta del pasado siglo XX, demandó la necesidad de nueva mano de obra, que en esta ocasión no vino del extranjero sino de la provincia de Cáceres, fundamentalmente. Fue en definitiva, otro aporte de nueva sangre que se amalgamó con la original y primera, y con la flamenca después. El resultado hizo que La Cavada – que ése es el nombre como ustedes ya saben desde hace rato- , se convirtiera en esas primeras décadas del pasado siglo XX en una población con mercado dominical al que acudían comerciantes de otros lugares y lugareños de los alrededores, salón de baile y cine, y toda suerte de comercios y establecimientos y profesiones, digamos, liberales, que le confirieron actividad y vida.
Ahora, en estos tiempos, La Cavada, y su ayuntamiento que se llama Riotuerto, se enfrentan a nuevos retos y nuevas amenazas, derivados de ese anuncio del Gobierno de Cantabria, que hemos mencionado más arriba, y cuyo análisis será objeto de un posterior comentario.
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