Este artículo ha sido publicado en la revista OP Machinery en su número de febrero.
El Vice
En la película que quiero comentarles
hay una escena muy al principio, en la que el protagonista está
ganándose la vida tendiendo cables eléctricos en alguna parte del
estado de Wyoming, su patria chica, allá por 1963. Un compañero se
cae del poste en el que estaba subido, con tal mala fortuna que se
fractura la pierna derecha, por debajo de la rodilla. Todos los demás
bajan a tierra y se arremolinan en derredor; enseguida, el capataz
les ordena volver al tajo y le dice a un ayudante: llévatelo, déjalo
en el hospital, dale cinco pavos y consígueme otro para mañana. Los
demás, incluido nuestro hombre, vuelven a lo suyo como si no hubiera
pasado nada.
Nuestro protagonista, por una serie
concatenada de sucesos favorables ajenos a su escasa inteligencia,
se ve encumbrado a las altas esferas del poder, con la ayuda de su
mujer, tan codiciosa como él pero más inteligente y mejor formada.
Desempeña diferentes cargos públicos bajo las presidencias de
Nixon, Ford, Carter, Reagan y Bush. Con el primero de los Bush fue
Secretario de Defensa entre los años 1989 y 1993, desde donde tuvo
que lidiar con la guerra de Irak. Con la llegada de Clinton a la Casa
Blanca, Dick Cheney (el hombre del que estamos hablando), hubo de
retirarse a sus cuarteles de invierno, y en 1995 fue nombrado
consejero delegado de Halliburton, una empresa clásica del mundo del
petróleo y contratista de la administración americana, incluido el
ejército, claro. Seguramente se cobraba los favores que la empresa
le debía, en una clara operación de puertas giratorias. Ahí
estuvo hasta las elecciones de 2000 y cobró un bonus a su salida de
36 millones de dólares. Con la presidencia de Bush hijo en 2001,
éste, tan corto e inútil como él, le llamó para que fuera su
vicepresidente. Eso no colmaba su ambición, ya que el cargo de
vicepresidente es poco más que una figura decorativa, pero encuentra
un abogado que le muestra la manera para limitar el poder del
presidente y traspasarlo a su gabinete, que él domina. Crean así,
aprovechándose del pusilánime presidente, un auténtico núcleo de
poder a su servicio; su poder ejecutivo es ahora casi ilimitado, y
con un poco de habilidad será posible declarar la guerra a Irak
(recuerden al trío de las Azores y el desencadenamiento de la
operación “Tormenta del Desierto”), satisfaciendo así los
intereses del lobby
petrolero.
Esa
guerra, de infausta memoria y cuyos efectos y consecuencias (como la
de Afganistán) aún no estamos en condiciones de valorar
permitió
continuar la política de externalización de ciertas operaciones en
favor de unidades paramilitares contratadas por Halliburton; una
operación redonda, que
incluía también el encargo de llevar a cabo un programa de
reconstrucción
en Irak, que luego no se llevó a cabo. Aquél programa permitía a
empresas fabricantes de maquinaria registrarse en Halliburton como
posibles y preferentes suministradores, y
muchas empresas españolas se registraron, como parte positiva de la
política del trío de las Azores.
En
otros tiempos, en
el absolutismo, cuando
los reyes reinaban, la suerte de cada país y, por ende, de sus
súbditos dependía de la prudencia del monarca, de su catadura moral
y de su fortuna. Si
había suerte
el país prosperaba; por el contrario, se podía uno convertir en
esclavo del invasor si las cosas venían mal dadas. Así pues,
podemos decir que la historia ha sido un intento de poner trabas al
poder ilimitado de los monarcas y
de los gobernantes. Lo
que nos cuenta esta película es, precisamente, cómo
personas con
más determinación que inteligencia y sin ningún prejuicio, pueden
llegar a hacerse con enormes cuotas de poder para utilizarlo en su
provecho exclusivo y de sus socios, expoliando a su país y no
dudando en embarcarse en aventuras militares con las consecuencias
que éstas van a suponer para cientos de miles de vidas humanas.
Una historia real, con nombres reales,
actores que a veces parecen las mismas personas a las que
representan, muy bien contada, y con un gran sentido del humor… Si
esto no es la excelencia, yo diría que se le parece mucho. Estamos
hablando de cine, concretamente, de la película Vice (de
Vicepresidente, en español “El vicio del poder”), con
guión, dirección, producción, y unas esporádicas, pero muy
ocurrentes apariciones, de Adam Mckay, su director.
Una pregunta: ¿Se hubiera podido
hacer esta película en España, de ser española la historia? Otra:
¿Cuánto tiempo ha de transcurrir hasta que la humanidad deje de
verse involucrada de nuevo en manejos de este tipo? Piensen en
Venezuela.
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