miércoles, 11 de septiembre de 2019

Una noche de septiembre



El 11 de septiembre de 1973 una insurrección militar, auspiciada por el gobierno del presidente Nixon, derrocó y asesinó a Salvador Allende, presidente electo de Chile.
En memoria de aquellos hechos les ofrezco "Una noche de septiembre", relato que se inspiró en los mismos.




Le ha despertado una sensación de opresión en el vientre. Medio dormida se revuelve en la cama, pero el peso sigue lo mismo. Entonces vuelve a la realidad, con una mezcla de pudor y pánico. Con cuidado, para no despertarlo, retira la mano de Alfredo de encima de su propio vientre y la coloca a lo largo del ajeno cuerpo desnudo, haciéndose ella misma a un lado. ¿Es Alfredo o es Arturo? No, no, es Alfredo, recuerda las bromas acerca de Hitchcock y Fred Astaire a propósito de su físico y sus habilidades. Le echa una rápida mirada y él se remueve a su vez, llevándose la mano derecha al sexo, ahora en paz.

Palmira se levanta, sigilosa, y se dirige al baño para salir al poco envuelta en el enorme albornoz con el anagrama del hotel. No ha querido quedarse ante el espejo, por no verse a sí misma en aquella situación y no tener que responder a las mudas preguntas de sus ojos. Junto a la ventana, empuja a duras penas uno de los enormes butacones para medio sentarse en su respaldo, los pies apoyados en la tibia madera del antepecho. No bien lo ha conseguido, vuelve la mirada sobre su hombro derecho, hacia la cama, y al ver el cuerpo desnudo de Alfredo, siente algo entre remordimiento y vergüenza. Retorna a la cama y lo tapa hasta el pecho con la sábana que está caída a los pies. Alfredo hace un leve movimiento sin despertarse, abre y cierra un par de veces la boca y queda con ella abierta, la cabeza ligeramente ladeada y emitiendo un leve y regular ronquido.

Palmira vuelve a su postura ante la ventana para ver las luces de la ciudad que se extiende ante sí, ciudad que ahora se le antoja extraña, hostil, peligrosa, y no la ciudad en la que ha nacido y crecido, donde ha pasado toda su vida. Trata de reconocer algo de ella, pero no es fácil, no hay muchas luces que pueda identificar. A lo lejos, en lo alto, cree entrever, titilando, las luces de Providencia, su barrio. Allí estarán descansando, ajenos a todo e ignorantes de esta última noche, Hans y Marcela.

¡Ah, Marcela!, hija de sus entrañas, con su agradable olor de niña, sus trencitas rubias, durmiendo apaciblemente, en sus sueños infantiles. Pronto, dentro de tres o cuatro horas -calcula, no tiene un reloj a mano- la despertará Consuelo para prepararla para el colegio, y Marcela preguntará por ella, su madre, extrañada de no verla como cada mañana junto a su cama de niña. Eso contando con que Hans se acordara anoche de advertírselo a Consuelo. ¡Hans, Hans, la que has liado! Se empeñó ayer en que bajara a comer con él y con el español al centro.

-Ya verás, Palmira, es un tipo divertidísimo, además, con estos líos, hace semanas que no comemos fuera. Y nos contará cómo se ve esto en Europa, si allá lo entienden, acaba de llegar. Comeremos pronto, y antes del toque de queda estaremos en casita. ¡Vamos, anímate!

Después, … !todo había sido tan diferente! La cita en el hotel del español, la tardanza cada vez más extraña de Hans, él que tanto se jactaba de su puntualidad germana. Al final, la llamada telefónica, angustiosa ya:

-No te preocupes, Palmira. He tenido una avería en el carro al salir de la fábrica. No intentes venir ahora para casa, el toque de queda está al caer y apenas hay taxis por el centro.

-Pero entonces, ¿qué hago, Hans, si no puedo salir del hotel?

-Nada, no te preocupes, te digo. Toma un cuarto y duerme ahí. Yo bajo en la mañana a buscarte. Me ocuparé de Marcelita, tranquila. ¿Ya viste al español? Creo que se llama Arturo o Adolfo, no me acuerdo bien. Explícale el caso.

-Claro que le he visto, Hans, llevamos tanto tiempo esperándote…

-Bueno, me disculpas con él, dile que lo veré en la mañana. Que descanses bien, mi amor.

Así fue como se quedó frente a frente con el español, muchos años más joven que Hans, algo más joven que ella misma también. Un tipo divertidísimo, en efecto, más educado que la mayoría de sus compatriotas, y que no estaba dispuesto a malgastar la noche solo.

-En este caso, permítame que la invite a cenar Sra. Von Ausenick.

Fue una de las últimas veces que la trató de Vd., aunque, eso sí, siempre con una extraordinaria corrección. En efecto, la invitó a cenar, eligió él mismo el vino, un “Concha y Toro” del 63 y le contó muchas cosas, excepto cómo se veía “eso” en Europa. Evitó esa conversación y fue derivando, cada vez más, hacia temas personales.

Palmira no se recordaba a sí misma hablando de esas cosas, hacía años, desde antes de casarse con Hans. A éste no le interesaban ya, y se sorprendió viéndose lo animada que hablaba con aquél español tan simpático. Después empezó a parecerle interesante y se vio aceptando la sugerencia de bailar en la discoteca del hotel. Su sorpresa fue mayor al constatar la gran cantidad de gente que había dentro. ¿Cómo harían para evitar el toque de queda? ¿Se quedarían como ella, a dormir allí, o serían todos forasteros? Estas preguntas la inquietaron, empezó a pensar que podría ser vista por algún conocido. Sin saber cómo, aceptó la invitación de Alfredo para tomar la última copa en el cuarto. Ella prefirió que fuera en el suyo, por si llamaba Hans. Alfredo no puso objeciones, pero se trajo la bebida de su propia habitación, guiñándole un ojo. Lo que vino después fue como un torbellino. Alfredo resultó ser un amante tierno y dulce, reposado y constante en sus caricias, firme y apasionado en los abrazos. Palmira no conocía algo así, era tan diferente con Hans, que era violento y pesado como un fardo…

Siente un estremecimiento y se pasa la mano derecha por la nuca, hundiendo sus dedos por la raíz de su cabellera. Ahora divisa algunas luces más, la ciudad aparece envuelta por una neblina que genera una débil lluvia, impropia de esos días de Septiembre. Puede ver las luces de algunos vehículos, patrullas del ejército o la policía, supone. Le parece entrever la sombra turbia del Mapocho… ¿Será verdad que baja cadáveres, arrastrados por la corriente? Se le pone la piel de gallina, y recuerda las imágenes de la aviación bombardeando La Moneda, y lo que ha oído contar acerca del Estadio Nacional.

¡Dios mío, será cierto, o solo una mala pesadilla! Había sorprendido a Consuelo, en la cocina, llorando en silencio: ¡Tenía dos sobrinos desaparecidos! ¡Cómo habían llegado e ese punto, qué había ocurrido con sus vidas para llegar a aquel extremo, qué iba a pasar con el país, a qué situaciones de odio y enfrentamiento podía llegar la gente!

Percibe un leve ruido en la cama, a sus espaldas. Gira la cabeza para ver como Alfredo, todavía dormido, aparta de sí la sábana, apremiado por el calor y dejando a la vista gran parte de su anatomía. Al verlo, al ver aquel cuerpo que tan feliz la ha hecho, Palmira nota cómo a la piel de gallina de instantes atrás, le sustituye una oleada de calor que le arranca de la nuca, y le va invadiendo el cuerpo entero, hasta sentir un hormigueo conocido en el vientre y una sensación de debilidad en las extremidades.

Se acerca a la cama, se despoja del albornoz y se desliza, desnuda como está, hasta apretarse al cuerpo de Alfredo, palpitante y tan lleno de vida. Le parece que éste entreabre los ojos. Se abraza a su cuerpo, susurrándole muy quedo: ¡Abrázame, abrázame, te necesito!










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