El 11 de septiembre de 1973 una insurrección militar, auspiciada por el gobierno del presidente Nixon, derrocó y asesinó a Salvador Allende, presidente electo de Chile.
En memoria de aquellos hechos les ofrezco "Una noche de septiembre", relato que se inspiró en los mismos.
Le ha despertado una sensación
de opresión en el vientre. Medio dormida se revuelve en la cama,
pero el peso sigue lo mismo. Entonces vuelve a la realidad, con una
mezcla de pudor y pánico. Con cuidado, para no despertarlo, retira
la mano de Alfredo de encima de su propio vientre y la coloca a lo
largo del ajeno cuerpo desnudo, haciéndose ella misma a un lado. ¿Es
Alfredo o es Arturo? No, no, es Alfredo, recuerda las bromas acerca
de Hitchcock y Fred Astaire a propósito de su físico y sus
habilidades. Le echa una rápida mirada y él se remueve a su vez,
llevándose la mano derecha al sexo, ahora en paz.
Palmira se levanta, sigilosa,
y se dirige al baño para salir al poco envuelta en el enorme
albornoz con el anagrama del hotel. No ha querido quedarse ante el
espejo, por no verse a sí misma en aquella situación y no tener que
responder a las mudas preguntas de sus ojos. Junto a la ventana,
empuja a duras penas uno de los enormes butacones para medio sentarse
en su respaldo, los pies apoyados en la tibia madera del antepecho.
No bien lo ha conseguido, vuelve la mirada sobre su hombro derecho,
hacia la cama, y al ver el cuerpo desnudo de Alfredo, siente algo
entre remordimiento y vergüenza. Retorna a la cama y lo tapa hasta
el pecho con la sábana que está caída a los pies. Alfredo hace un
leve movimiento sin despertarse, abre y cierra un par de veces la
boca y queda con ella abierta, la cabeza ligeramente ladeada y
emitiendo un leve y regular ronquido.
Palmira vuelve a su postura
ante la ventana para ver las luces de la ciudad que se extiende ante
sí, ciudad que ahora se le antoja extraña, hostil, peligrosa, y no
la ciudad en la que ha nacido y crecido, donde ha pasado toda su
vida. Trata de reconocer algo de ella, pero no es fácil, no hay
muchas luces que pueda identificar. A lo lejos, en lo alto, cree
entrever, titilando, las luces de Providencia, su barrio. Allí
estarán descansando, ajenos a todo e ignorantes de esta última
noche, Hans y Marcela.
¡Ah, Marcela!, hija de sus
entrañas, con su agradable olor de niña, sus trencitas rubias,
durmiendo apaciblemente, en sus sueños infantiles. Pronto, dentro de
tres o cuatro horas -calcula, no tiene un reloj a mano- la despertará
Consuelo para prepararla para el colegio, y Marcela preguntará por
ella, su madre, extrañada de no verla como cada mañana junto a su
cama de niña. Eso contando con que Hans se acordara anoche de
advertírselo a Consuelo. ¡Hans, Hans, la que has liado! Se empeñó
ayer en que bajara a comer con él y con el español al centro.
-Ya verás, Palmira, es un
tipo divertidísimo, además, con estos líos, hace semanas que no
comemos fuera. Y nos contará cómo se ve esto en Europa, si allá lo
entienden, acaba de llegar. Comeremos pronto, y antes del toque de
queda estaremos en casita. ¡Vamos, anímate!
Después, … !todo había
sido tan diferente! La cita en el hotel del español, la tardanza
cada vez más extraña de Hans, él que tanto se jactaba de su
puntualidad germana. Al final, la llamada telefónica, angustiosa ya:
-No
te preocupes, Palmira. He tenido una avería en el carro al salir de
la fábrica. No intentes venir ahora para casa, el toque de queda
está al caer y apenas hay taxis por el centro.
-Pero entonces, ¿qué hago,
Hans, si no puedo salir del hotel?
-Nada,
no te preocupes, te digo. Toma un cuarto y duerme ahí. Yo bajo en la
mañana a buscarte. Me ocuparé de Marcelita, tranquila. ¿Ya viste
al español? Creo que se llama Arturo o Adolfo, no me acuerdo bien.
Explícale el caso.
-Claro que le he visto, Hans,
llevamos tanto tiempo esperándote…
-Bueno, me disculpas con él,
dile que lo veré en la mañana. Que descanses bien, mi amor.
Así fue como se quedó frente
a frente con el español, muchos años más joven que Hans, algo más
joven que ella misma también. Un tipo divertidísimo, en efecto, más
educado que la mayoría de sus compatriotas, y que no estaba
dispuesto a malgastar la noche solo.
-En este caso, permítame que
la invite a cenar Sra. Von Ausenick.
Fue una de las últimas veces
que la trató de Vd., aunque, eso sí, siempre con una extraordinaria
corrección. En efecto, la invitó a cenar, eligió él mismo el
vino, un “Concha y Toro” del 63 y le contó muchas cosas, excepto
cómo se veía “eso” en Europa. Evitó esa conversación y fue
derivando, cada vez más, hacia temas personales.
Palmira no se recordaba a sí
misma hablando de esas cosas, hacía años, desde antes de casarse
con Hans. A éste no le interesaban ya, y se sorprendió viéndose lo
animada que hablaba con aquél español tan simpático. Después
empezó a parecerle interesante y se vio aceptando la sugerencia de
bailar en la discoteca del hotel. Su sorpresa fue mayor al constatar
la gran cantidad de gente que había dentro. ¿Cómo harían para
evitar el toque de queda? ¿Se quedarían como ella, a dormir allí,
o serían todos forasteros? Estas preguntas la inquietaron, empezó a
pensar que podría ser vista por algún conocido. Sin saber cómo,
aceptó la invitación de Alfredo para tomar la última copa en el
cuarto. Ella prefirió que fuera en el suyo, por si llamaba Hans.
Alfredo no puso objeciones, pero se trajo la bebida de su propia
habitación, guiñándole un ojo. Lo que vino después fue como un
torbellino. Alfredo resultó ser un amante tierno y dulce, reposado y
constante en sus caricias, firme y apasionado en los abrazos. Palmira
no conocía algo así, era tan diferente con Hans, que era violento y
pesado como un fardo…
Siente un estremecimiento y se
pasa la mano derecha por la nuca, hundiendo sus dedos por la raíz de
su cabellera. Ahora divisa algunas luces más, la ciudad aparece
envuelta por una neblina que genera una débil lluvia, impropia de
esos días de Septiembre. Puede ver las luces de algunos vehículos,
patrullas del ejército o la policía, supone. Le parece entrever la
sombra turbia del Mapocho… ¿Será verdad que baja cadáveres,
arrastrados por la corriente? Se le pone la piel de gallina, y
recuerda las imágenes de la aviación bombardeando La Moneda, y lo
que ha oído contar acerca del Estadio Nacional.
¡Dios mío, será cierto, o
solo una mala pesadilla! Había sorprendido a Consuelo, en la cocina,
llorando en silencio: ¡Tenía dos sobrinos desaparecidos! ¡Cómo
habían llegado e ese punto, qué había ocurrido con sus vidas para
llegar a aquel extremo, qué iba a pasar con el país, a qué
situaciones de odio y enfrentamiento podía llegar la gente!
Percibe un leve ruido en la
cama, a sus espaldas. Gira la cabeza para ver como Alfredo, todavía
dormido, aparta de sí la sábana, apremiado por el calor y dejando a
la vista gran parte de su anatomía. Al verlo, al ver aquel cuerpo
que tan feliz la ha hecho, Palmira nota cómo a la piel de gallina de
instantes atrás, le sustituye una oleada de calor que le arranca de
la nuca, y le va invadiendo el cuerpo entero, hasta sentir un
hormigueo conocido en el vientre y una sensación de debilidad en las
extremidades.
Se acerca a la cama, se
despoja del albornoz y se desliza, desnuda como está, hasta
apretarse al cuerpo de Alfredo, palpitante y tan lleno de vida. Le
parece que éste entreabre los ojos. Se abraza a su cuerpo,
susurrándole muy quedo: ¡Abrázame, abrázame, te necesito!
No hay comentarios:
Publicar un comentario