No
es que yo sea aficionado al guiñol, pero siempre que me he cruzado con uno, he
prestado atención, no a las figuras ni a lo que decían, sino a la religiosa
atención que los niños sentados en el suelo en semicírculo dispensaban con sus
rostros de inocencia a lo que en el reducido escenario se decía y hacía.
Esta
vez, al igual que el verano pasado, acudí con mi nieto Ander, próximo a cumplir
sus cinco años, a contemplar la representación diaria de un guiñol familiar que
cuenta con gran predicamento entre esa franja de edad de los tres a los diez
años, más o menos. El año pasado tuvo más suerte, pues en el sorteo mediante el
cual se financia el espectáculo, se vio favorecido con un personaje del elenco;
en esta ocasión sus expectativas no se cumplieron, con lo que aprendió una
lección más en esa carrera de experiencias que es la vida.
Pero
–ya lo habrán adivinado ustedes-, no es de esa pequeña decepción infantil de lo
que yo quería hablarles hoy.
Vayamos
al guiñol: la función de hoy es representada por dos personajes, digamos que
uno se llama Pepino y el otro Filipo, y, se supone, son amigos. Ambos aparecen
en escena y Pepino le enseña a Filipo una bolsita que, dice, está llena de
pepitas de oro; se la entrega para que se la guarde puesto que debe ausentarse unos
minutos y desaparece. Entonces, Filipo, esconde la bolsa en una esquina del
escenario y se ausenta seguidamente; al minuto oímos la voz de Pepino que
aparece llamando a su amiguito, se extraña de su ausencia y se pone a buscar la
bolsa. A sus preguntas, los niños le indican que no se encuentra en las
esquinas donde él busca; sospechando algo pregunta a la infantil concurrencia
si es que Filipo se ha llevado la bolsa de las pepitas de oro: “Sí, sí”, gritan
todos al unísono. Entonces aparece Filipo, cantando muy contento, y cuestionado
por Pepino niega que él tenga la bolsa, ni nada que ver con su desaparición.
Pero Pepino sospecha algo y pregunta a los niños si Filipo tiene la
bolsa, a lo que consigue un sí unánime. Entonces, Pepino, muy enfadado con su
amigo, le exige la devolución del tesoro, a lo que Filipo se niega; torna a
preguntar a los niños, señalando las esquinas, y en la cuarta, obtiene un sí
total. Ante esto, Filipo no tiene otra opción que admitir su fechoría, por lo
que Pepino, consulta a la audiencia si perdonamos a Filipo: “no, no, no” es la
sentencia infantil. Tres veces se repite la pregunta y tres veces la repuesta
es la misma, si cabe, en un mayor tono de voz.
Entonces
la voz de Pepino, en la que percibo una leve alteración, hace un nuevo intento
por obtener el perdón de ese rígido tribunal, y pregunta: “¿le damos una
segunda oportunidad?” “No, no, no” clama el pueblo congregado. La pregunta se
repite por tres veces con el mismo resultado. La voz de Pepino duda, se
reafirma y decide hacer caso omiso de la sentencia y conceder, como si la
respuesta hubiera sido otra, una segunda oportunidad a Filipo, ante lo que los
dos personajes se funden en un abrazo, siguen siendo amigos, y termina la
función.
No
sé ustedes, pero yo me quedé de piedra ante la rigidez moral del joven
auditorio, y admiré la maestría con que la voz de Pepino solventó la
encrucijada. A Ander la función le gustó mucho, aunque no tuviera suerte en el
sorteo.
A
los pocos días pasé, ya no con mi nieto sino con su abuela, por el lugar de los
hechos. Hablé con alguien, de la familia propietaria del guiñol, y le pregunté
si era normal que los niños mostraran esa, digamos, intransigencia, en el
juicio moral de los hechos, o bien, como yo suponía, fueran más condescendientes
y proclives a la comprensión y el perdón. La respuesta fue que en el guiñol los
niños son muy claros en sus condenas si algún personaje lo merece, y lo que yo
había conocido no era otra cosa que lo habitual.
Desde
entonces me pregunto qué fuerzas o que procesos hacen que esas felices,
cariñosas y encantadoras criaturas se transmuten, en su proceso hasta la edad
adulta, en masas informes de ciudadanos dispuestos a tragar con todo tipo de
iniquidades, injusticias y tropelías como en la realidad sucede.
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