Las
noches de agosto suelen
prestarse a especiales experiencias. Su calma, su temperatura,
nuestra predisposición a su contemplación son, quizás, lo
que nos permite mirar al cielo con otros ojos. Dos
amigos contemplan la luna que emerge de un horizonte cercano y, a
medida que sube y sube, riela sobre el mar encalmado, permitiendo a
pasos agigantados la visión de estrellas y más estrellas que
conducen a la confusión sobre su tamaño y su situación en la
galaxia. Resulta inevitable que los que observan el espectáculo se
cuestionen sobre su naturaleza y
su lejanía.
-
Pues fíjate, dice uno de ellos, que no vemos ni una ínfima parte.
-
¿Cuántas habrá? Se cuestiona el otro.
-
Infinitas, piensa que nosotros estamos en una galaxia, de la que no
alcanzamos a ver prácticamente nada. ¿Cuántas galaxias crees que
hay?
-
Ni idea.
-
Pues dicen que cien mil millones, aunque los astrónomos piensen que
puedan ser doscientos mil y aún más, y el universo esté en
continua y constante expansión.
-
Y ¿todo eso lo ha creado Dios?
-
A ti, ¿qué te parece?
-
Pues me parece que es imposible.
-
Eso mismo pienso yo.
La
conversación continúa por esos derroteros, y los amigos concluyen
que la idea de un creador pudiera ser aplicable a un mundo finito,
menor que el que observan, pero que resulta imposible de mantener
para una realidad como la que han comentado, y que otros seres y
otras inteligencias han tenido que desarrollarse, de una u otra
manera, en millones de los planetas similares al nuestro, y que quizá
en cualquiera de ellos haya otras criaturas que a la misma hora
estelar, contemplando la luna respectiva, tengan conversaciones
parejas a la suya.
Este
tipo de conversaciones han de ser corrientes hoy en día, pero hemos
de comprender que años atrás el hombre, consciente de su escasa
consistencia ante los fenómenos naturales que observaba y regían su
vida incierta sobre la faz de la tierra, precisara aferrarse a la
idea de un ser superior, a quien
hacer responsable de la creación de todo lo visible y lo invisible,
en quien depositar sus esperanzas y a quien pedir solución a sus
necesidades. Esa es la razón de ser de todas las religiones habidas
y por haber, y lo contradictorio es que creyendo básicamente en la
misma idea aunque con distinto nombre, los humanos nos hayamos
enzarzado en cruentas guerras sin final por cuestiones religiosas.
Por
no hablar de la índole caprichosa e injusta de un creador que
permite que millones y millones de niños nazcan para sufrir y morir,
y haya reyezuelos y dictadores que se enriquezcan a costa de la
muerte de sus súbditos; a esto la ortodoxia religiosa nos rebate con
que los caminos del creador son inescrutables. Y se queda tan pancha.
De
modo que nos encontramos ante esa realidad de cien mil millones de
galaxias similares a la nuestra y debemos gestionar ese pozo inmenso
de universo de cuyo conocimiento vamos teniendo un pequeño pero
constante goteo, y debemos gestionarlo, repito, con unas creencias
apenas válidas cuando todo el concepto de mundo se contenía – por
el mísero tamaño de nuestro conocimiento- en una realidad que se
circunscribía a un valle y unas ovejas. En otras palabras, cien mil
millones de galaxias y Dios creando a Adán de un poco de polvo
(cósmico, supongo), y a Eva de una costilla de Adán (¿cuál de
ellas?)
Hace
muy pocas horas la ciencia nos ha confirmado el “nacimiento” de
una estrella de neutrones a partir de la explosión de una supernova
gigante. Un científico mejicano en 1987 predijo, junto a un grupo de
investigadores del Instituto Max Planck de Astrofísica que en la
nube de polvo subsecuente había de estar la nueva estrella tras la
explosión de una supernova con un tamaño ocho veces mayor que
nuestro sol; hoy, desde un telescopio de Atacama (Chile) esa nueva
estrella de neutrones ha sido confirmada y se supone que la materia
de que dicha estrella está hecha pudiera ser de una densidad tal que
una sola cucharadita de café tuviera un peso parejo al equivalente
del de toda la población humana actual.
Este es un aspecto de la ciencia que muestra a donde nos lleva el conocimiento del universo. Empezamos a entenderlo sin ayuda de creencia alguna, que, dicho sea con todos los respetos, es totalmente redundante en la senda que la humanidad se ha trazado por y para sí misma.
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