En
la anterior entrada “Ciencia y creencias” tratábamos de hacer un
somero análisis – en seiscientas y pico palabras- sobre ambos
conceptos, y cómo interaccionan entre sí a partir de la acelerada
marcha del conocimiento científico sobre la creación del cosmos, de
su estructura y su devenir. No hablábamos del Big Bang,
que se da por sabido, pero sí
de la razón de ser de las religiones, y del sinsentido de éstas a
medida que ese conocimiento científico crece y explica la razón de
ser del universo.
Cerrábamos
el comentario diciendo que
ese conocimiento no necesita de creencia
alguna, que, dicho sea con todos los respetos, es totalmente
redundante en la senda que la humanidad se ha trazado por
y para
sí misma. Ese
“todos los respetos”
viene
a compensar
lo que debemos a las creencias – léase, por ejemplo, el
cristianismo, pero no solo- pues ciertamente aglutinan
una moral natural en la que buena parte de los humanos nos hemos
educado. Explico todo esto porque ha habido varios lectores que han
podido sentirse ofendidos
– me consta- y, repito, nada más lejos de mi intención.
Pero
sí que pienso que las creencias, y nosotros somos un país de
raigambre católica, pueden estar en el momento de pasar el punto de
no retorno al reincidir en sus ideas e insistir en hacerlas norte y
guía para una sociedad que ya no es lo que era. Esto explicaría muy
bien la diferencia de criterio y pensamiento entre, por ejemplo, el
papa Bergoglio y muchos obispos, abades y otros capitostes españoles
de lo que en varios sentidos hace tiempo que constituye un grupo de
presión intolerable y totalmente ajeno al verdadero sentido
religioso.
Y
como muestra vaya un botón: hace
poco más de un siglo, en la primera década del XX para ser más
exactos, una buena parte de la sociedad española bien pensante,
fundó un periódico para defender – ¿se sentirían atacados?- el
catolicismo, la oligarquía, la aristocracia, la gran burguesía, el
conservadurismo, la iglesia y, por supuesto, la monarquía. Ese
periódico se llama ABC y se ha mantenido fiel a sus principios,
habiendo defendido por el camino la dictadura de Primo de Rivera, el
golpe de estado de 1936, el régimen nazi y el franquismo. Y ha
estado en contra del divorcio, del aborto y de la homosexualidad, por
supuesto. Todos
esas
ideas
o conceptos
que han defendido suponen de hecho estar en contra de todos aquellos
que no eran nobles,
burgueses o empresarios, excluyendo a trabajadores, clases medias, u
obreros
del campo y demás morralla que parece
no
merecer
otra cosa que la explotación a que son sometidos y el garrote vil
para
los
que protesten. ¿Pensaban acaso que eso era el catolicismo, la
justicia social, el progreso? ¿Era esa su misión sobre la faz de la
tierra? Será por eso, precisamente, por lo que no pueden estar de
parte de Bergoglio.
Y
esto sigue siendo así, después de más de cien años. Poco importa
que hoy, en la lista de diarios más vendidos haya diez o quince por
delante; ellos siguen en sus trece. Lo hemos podido ver en el
análisis que uno de sus más conspicuos columnistas, un tal Salvador
Sostres, dedicaba a la salida de
España
del rey emérito hace unos días. Afirmaba
este señor que la monarquía tiene un vínculo especial con la
divinidad, tan especial que la inteligencia humana no es quién para
analizarlo y, menos, para entenderlo. Y por consiguiente mal
podremos, los míseros mortales, sentirnos
capaces de criticar las acciones de la monarquía ni siquiera desde
un punto de vista moral. Esto se nos escapa, no conocemos ese vínculo
de un rey descendiendo
directamente de
la divinidad como
proclamaban los faraones egipcios hace ya cincuenta siglos
y, habría que añadir, no somos quienes para tratar esos temas tan
especiales. Seremos
súbditos sin más aspiraciones. Y menos mal que, al menos, existen
personas como el señor ese, que nos advierten y nos avisan.
Esta
deriva de las creencias a la praxis política pudiera ser
inconstitucional. Pero seguramente tampoco podamos aspirar a esa
discusión. El sínodo supremo
dictaminará.
Se
dice que Jesús expulsó del templo a los mercaderes porque
desvirtuaban el uso del mismo;
éstos de
ahora aspiran
a expulsar a los propios
fieles
para
quedarse solos en el templo.
Y
llevan
camino pues
las
estadísticas muestran que cada vez son menos los españoles que
confían en la iglesia.
Cuando
dicen que su reino no es de este mundo, mienten como bellacos. Se
aferran a éste por avaricia y porque saben que no existe otro
después.
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