Las
cosas no son blancas o negras, siempre hay una gama de colores como
la que cruza la paleta del pintor, de un extremo al otro. En
economía, en política económica, mejor dicho, ocurre lo mismo,
pero para simplificar vamos a hablar de dos políticas, a saber: la
política más ortodoxa, un ejemplo de la cual puede ser la que se
aplicó en España en la anterior crisis, de la cual andábamos
saliendo ahora, justo cuando hemos caído en el abismo de esta nueva
situación, y que respondía al criterio que suelen aplicar los
grandes organismos internacionales, léase el FMI, el Banco Mundial
y, por desgracia, la UE.
Esta
política se centra en tratar de mejorar la situación económica
desde el lado de la oferta.
Como las empresas entran en crisis porque no consiguen dar salida a
sus productos ya que el mercado da muestras de desaparición, se
procede a conceder ayudas a las empresas para que mejoren sus
procesos, bajando los salarios y los costes sociales de los mismos,
reduciendo el coste de los despidos, a la vez que se recortan las
ayudas a los parados, etcétera etcétera, haciendo entrar a la
economía en una cura de adelgazamiento de varios años, al final de
los cuales, es posible que una nueva inversión se realice a la vista
de los bajos costes industriales de explotación. Se depauperan las
clases medias y trabajadoras y, a partir de ahí cualquier pequeña
mejora implica un crecimiento del PIB. Repetimos: no hay más que
recordar los sucedido en nuestro país a partir de 2008.
La
otra política, que se conoce como keynesiana, se basa en actuar
justamente desde el otro lado, desde la demanda.
Veamos, cuando las empresas no venden no es porque los consumidores
hagan un boicot nacional ni porque aquellas se hayan olvidado de
fabricar productos. La cosa es muy simple: no se vende porque no hay
capacidad de compra. Entonces lo más conveniente sería mejorar esa
capacidad de compra, las empresas darán salida a su producción,
necesitarán contratar más personal que cuando no vendían, y todo
esto conjuntamente, animará a la economía de todo el país. Y,
¿cómo se logra mejorar esa capacidad de compra? Pues poniendo en el
bolsillo de los consumidores la cantidad de dinero necesaria a tal
fin.
Aquí
nos encontramos con varias herramientas que se han usado y se usan
actualmente. Todas ellas tienen en común tratar de lograr ese
objetivo, y estar trufadas de distintos aromas ideológicos, aparte
de la capacidad económica que incorporen. Por ejemplo, en España
las distintas autonomías y ayuntamientos tienen presupuestos para
ayudar a los más desfavorecidos. En Euskadi encontramos la Renta de
Garantía de Ingresos (RGI), quizás la más potente de todas. El
actual gobierno de coalición va a implantar en junio (¿) el Ingreso
Vital Mínimo. Pero, sobre todos ellos, destaca la Renta Básica
Universal (RBU). Esta herramienta trasciende a las demás, sirve al
objetivo que hemos mencionado, y teniendo voluntad de permanencia
temporal, busca también otros objetivos de índole social y de
justicia distributiva. Digamos que la Renta Básica es aquella
mediante la cual todo ciudadano mayor de edad, recibe mensualmente
una cantidad fijada de antemano que le garantiza el acceso a una vida
digna, independientemente de sus otros ingresos si los tiene, y es
incondicional, es decir, no le obliga a ningún compromiso para con
el Estado.
Nota:
A una más completa explicación de la RBU, y al análisis de las
últimas experiencias y conclusiones extraídas dedicaremos un
espacio en el próximo número.
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