Citamos
a Aluche, pero podríamos hablar de Vallecas, el Pozo, o tantos
barrios de tantas ciudades españolas, barrios de extracción
mayoritariamente obrera y trabajadora, que están de actualidad por
las colas de cientos y cientos ante la asociación de vecinos que
reparte bolsas de comida para los más necesitados. Vecinos que
esperan pacientemente horas y horas, de pie, haga frío o calor. Esta
es una de las consecuencias de la crisis económica generada por la
pandemia. Se trata de gente que tenía un trabajo y lo ha perdido, de
gente a la que la ayuda le tarda en llegar y no cuenta con recursos
suficientes para cubrir ese período entre el cobro del último
jornal y el del nuevo ingreso, si éste tarda en llegar algo más de
lo que sería deseable. Es decir, gente que vive en eso que llamamos
la precariedad, tanta veces nombrada. Gente sin trabajo y gente con
trabajo pero a la que no le alcanza para vivir. Gente que no sabe
elegir sus empleos, ya lo decía Antonio Garamendi, hay que trabajar
más y no esperar la sopa boba, que esto es repartir la miseria.
Es
gente que tiene las cacerolas justas para hacerse sus cocidos, y ni
se le ocurre ir al chino y comprarse una bandera española; no
tendría ninguna utilidad, no es gente de banderas, es gente de
necesidades sin cubrir, por eso tampoco van a salir a la calle con un
cazo y un puchero para que se les vaya el esmalte y se encuentren con
otra necesidad más. Prefieren hacer esas colas, a veces por varias
horas, para volver a su pisito y aliviar el gusanillo que sienten,
ellos y los suyos, a las mismas horas que la gente normal.
Porque
en el barrio hay gente que puede más, y es solidaria con la suerte
de sus convecinos; en las comercios de alimentación se recogen esas
ayudas, aumentadas – también hay que decirlo- por el propietario,
ayudas que se van almacenando en los locales de la propia asociación,
hasta el punto de que sus responsables han solicitado al Ayuntamiento
que habilite transitoriamente algún local a tales efectos, sin
obtener la respuesta esperable; el consistorio ha de tener tareas más
perentorias, es comprensible.
En
cambio, hay otras personas – estos ya no son gente, son personas, y
algunos, personalidades-, que viven en otros barrios, esos barrios
que se llaman “de bien”, de bien de toda la vida, para
entendernos. Estas personas, tienen sus necesidades cubiertas porque
para eso tienen buenos trabajos, y heredan sin pagar impuestos.
Quizás estén esperando que esto de la pandemia se acabe para que
les entreguen el nuevo Jaguar que se han comprado, que estará
aparcado en un garaje que no es el suyo. Tienen estas personas
banderas españolas como corresponde, y en el despachito de su casa
se podrán ver, además, una banderita de esas de sobremesa y fotos
de los líderes españoles de toda la vida, ya me entienden. Y
también tienen estas personas mucamas en su casa que quizás son
familiares de aquella gente de la que hablábamos al principio, y
salen a la calle arropadas por una bandera, que así se sienten más
seguras, acompañadas por esas mucamas para que les sostengan las
cacerolas y los cazos, los mismos en los que prepararán sus
pitanzas, que los utensilios culinarios de las personas no se usan
para estos menesteres.
Al
fin hemos de concluir que los instrumentos de cocina marcan también
las diferencias de clase, esas diferencias que dicen que no existen;
las banderas sirven para eso, para dar colorido a la vida. Y muchas
veces para engañar a los incautos.
Tan real como doloroso. ¡ Qué tristeza, porque no creo que esto cambie nunca!
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