El
teletrabajo es uno de los temas de los que más se habla en estos
días: que si ha venido para quedarse – esta frase me encanta- que
si está muy bien, que si está muy mal. Como si el teletrabajo fuera
muy novedoso y no algo que ya existía – en tiempos digitales,
entiéndase bien- y al que la situación aportada por el virus ha
convertido en una herramienta a desempolvar y generalizar por
doquier. Hace ya un par de quinquenios que en UK solo se trabaja
media jornada los viernes – el casual friday- y
la tendencia es teletrabajar esas cuatro horas, de tal manera
que se ha inventado el viernes “inglés”; como en España nos
habituamos al sábado inglés hace cuatro o cinco decenios.
¿Quién
no escuchó hace más de diez años que Bill Gates, por poner un
ejemplo mundialmente conocido, acudía a las oficinas de su empresa
sin que pareciera tener un sitio fijo donde sentarse? Llegaba con su
portátil o su tablet, se acercaba a aquél con quien tuviera que
hablar y allí se quedaba, hasta que le conviniera cambiar de sala o
de piso dependiendo de donde fuera requerido. Por el contrario, en
las empresas tradicionales siempre ha existido la planta noble, sede
de las altas esferas, donde abundaba el mármol y las maderas nobles,
y donde la gente común nunca podía entrar. Ese era el sancta
sanctórum de la antigua dirigencia, reflejo de una manera clásica
de gestión.
Algo
clásico y muy valorado en las empresas españolas ha sido siempre el
“presentismo”. Existe un horario, lógicamente, pero llegar a la
hora y ser el último en salir es sinónimo de trabajador entregado a
la causa y, en consecuencia, adecuadamente retribuido. Hoy, la
digitalización permite conocer cuantos expedientes, por ejemplo, se
pueden hacer a la hora, y, en consecuencia, qué más nos da que se
hagan en la oficina o no se sabe dónde; de cualquier manera queda
constancia del trabajo hecho, nada se pierde, el resultado está
donde tiene que estar y nadie puede escaquearse. Sabremos incluso en
qué se pueden hacer mejoras para ser más productivos, donde el
trabajador emplea más o menos tiempo, qué dudas tiene, qué
consultas realiza, qué formación debiera recibir para incrementar
su productividad, cuanto tiempo está realmente trabajando y cuanto
mirando a través de la ventana, etcétera.
Imaginemos
que con el teletrabajo la empresa pueda necesitar solamente la mitad
del espacio físico para oficinas del que precisaba antes. Esto tiene
una traducción directa en costes, ¿no es así? Menos metros
cuadrados, menor consumo de energía para iluminación, calefacción,
etcétera. Por la parte del trabajador se evitan los gastos y las
horas de desplazamiento hasta el lugar de trabajo, que pueden ser
fácilmente tres o cuatro horas fuera del entorno familiar. ¿Cómo
se repartirán esos ahorros entre empresa y trabajadores? Damos por
supuesto que la empresa pagará el ordenador, los datos y la energía,
pero eso no es todo.
Pensemos
por un momento en el alcalde de uno de esos pequeños municipios de
la España vaciada, abocado a su segura ruina. Si consiguiera
conectar digitalmente su pueblo con el mundo, si convirtiera la vieja
escuela u otro edificio sin uso en un lugar cómodo donde algunas
personas pudieran acudir para teletrabajar, si adaptara varias casas
vacías en confortables viviendas, si ofertara ese nuevo perfil del
pueblo directamente a usuarios o a empresas con capacidad e
inquietud, ¿no lograría dar un nuevo impulso al viejo y decrépito
pueblo? Quizás hasta fuera preciso reiniciar la actividad en la
escuela con los hijos de los nuevos vecinos, abrir una pequeña
tienda y un bar, y en definitiva empezar a resolver los problemas de
ese país que se despuebla.
(Continuará)
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