Las
ocho de la tarde, la hora de los aplausos, cuando vamos conociendo
vecinos nuevos, que no es que hayan llegado ahora, que estaban ahí,
en ese mirador de enfrente, en esa ventana, en ese balcón en el que
no habíamos reparado; veíamos gente sí, pero no la conocíamos, ni
siquiera de vista. Enfrente hay una familia cuya hija, Julia, lanza
un irrintzi, típico grito
vasco, un aúpa
vecinos, o un aúpa
Amara, que logran
que los aplausos se renueven con mayor fuerza, y las sonrisas y los
saludos desde la lejanía se multipliquen.
Después, nos retiramos al
interior de nuestros castillos y
escuchamos las noticias y nos ponemos al día de lo último que ha
sucedido. He de confesar que apenas sigo el recorrido vital del virus
(¿puede
ser esto redundante?)
porque resulta obsesivo
y es mejor atender solo una o dos veces al día.
Cuando
salgo a los aplausos pienso unos segundos en el personal sanitario y
en el amplio grupo de oficios
y personas que nos hacen la
vida posible durante este largo
confinamiento; unos segundos,
no crean, lo
que han tardado ustedes en leer la
frase anterior. Después, en otros momentos del día, como este que
compartimos ahora,
pienso en la gente que está en casas poco cómodas, o en malas
condiciones, o no tienen
casa, que piensan en el
próximo futuro porque hayan perdido su trabajo o sospechen que
puedan perderlo, que tengan un familiar ingresado con la etiqueta de
contagiado…
Escucho
a un enterrador madrileño
que explica el sufrimiento y
el pesar de los deudos que no han podido despedirse de su familiar y
lo están enterrando sin ceremonia. A continuación hablan de Nueva
York y su número
de muertos, que ya se acerca al
nuestro y va a batir récords
mundiales e históricos, y
veo, en un paraje desolado con edificios desconchados y abandonados,
un terreno baldío donde han abierto una zanja para depositar docenas
y docenas de féretros de desnuda tabla sobre las cuales vierten
paladas de tierra sucia y húmeda, y
dicen que son muertos sin reclamar, y que cuando sean reclamados los
volverán a desenterrar… Pienso que no hay razón para que nos
quieran engañar, la emisión televisiva
es para nosotros no para los neoyorquinos.
Esas personas que entierran
así son las que ellos llaman
losers, perdedores,
que es uno de los peores insultos en la tierra del triunfo
garantizado para quien
trabaje duro y constante.
Nosotros
sabemos que ser pobre y negro
o hispano es tener todos los números para ser carne de presidio,
para no poder pagar un seguro sanitario que te salve del virus, para
ser un perdedor en ese
país donde se presume de impuestos bajos o
nulos, y que algunos quieren
trasplantar aquí, cuando lo
que hemos de hacer es justamente lo contrario.
Esos muertos de la zanja nunca serán reclamados por nadie, nadie
va a reclamarlos porque sería prohibitivo para
sus bolsillos o porque quizás
ni sepan qué ha sido de ellos. Y
porque además
tampoco exista
registro de cada uno.
Recuerden sin ir más lejos, el caso de los fallecidos españoles en
el accidente del Yak-42 en Turquía: Cuántos golpes de pecho, cuánto
saludo a la bandera, cuánta
apelación a la patria por
parte de los directamente responsables, grandes militares y políticos
españolísimos.
Así
que juntémonos con nuestros vecinos, seamos una piña, conozcámonos
mejor, hagámonos mejores, si es posible.
Y,
sobre todo, no nos dejemos engañar. Esto lo superaremos unidos,
todos a una, pero no como un rebaño.
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