Aún calentitas, traigo estas líneas, publicadas en el número del mes de mayo de la revista OP Machinery.
HISTORIAS DE LA PUTA
MILI
A primeros
de octubre de 1970, con una asignatura pendiente -Historia de las doctrinas
económicas- para acabar la carrera, dos o tres prórrogas agotadas porque no me
dejaron hacer la mili por milicias, y un sorteo con mal fario que me llevó a la
marina, me subieron a un tren con más de un centenar de reclutas que serían mis
nuevos compañeros, con rumbo al Ferrol del Caudillo, que así se llamaba por
aquél entonces.
Pasamos
los dos siguientes meses haciendo la instrucción en un cuartel de la ciudad
gallega, a cuyo final, se adjudicaron los destinos definitivos para los quince
meses que aún nos quedaban de mili. Para unos pocos, ocho para ser exactos, de
un reemplazo total de unos mil quinientos, no hubo destino. La superioridad no tenía
decidido donde enviarnos, o bien, nos birló el permiso que se concedía con tal
motivo. Así que permanecimos recluidos en el vasto, vacío y desangelado cuartel
hasta que el mismo día de Nochebuena, Checha, compañera de la Facultad y cuyo
padre era, si no recuerdo mal, Coronel de Intendencia, me anunció nuestro
destino en la visita que realizó, con su padre al mismo cuartel: cuatro al
departamento marítimo de Cartagena y otros cuatro, al de Cádiz. Yo era de estos
últimos. Fuimos los ocho juntos hasta Madrid esa misma noche, disfrutando de
una bolsa con la cena navideña que incluía turrón y una botella de sidra El
Gaitero (famosa en el mundo entero); pasamos el día de Navidad en Madrid y por
la noche cada grupo tomó el tren hacia el lugar asignado.
En
Capitanía General nos separaron de nuevo y a mí me condujeron al Arsenal de la
Carraca, que sería mi destino por los siguientes tres meses, extremo este que
nunca se nos anunciaba de víspera. En este destacamento imperaba un hijo del
Almirante Carrero Blanco que, inmediatamente, me llamó a su presencia y me
anunció, textualmente, que, o bien me portaba como él esperaba, o me pasaría a
cuchillo. El domingo siguiente, para empezar bien las cosas, cuando llamaron a
formación para asistir a misa, me negué: desde ese día, mi ocupación dominguera
fue barrer el patio.
Rememoro
estas andanzas porque la última semana de abril, con motivo de la esperada
jubilación de mi mujer, que ya entonces era mi novia y cuyas cartas diarias
fueron mi sostén, hemos hecho un recorrido por la provincia de Cádiz, a la que
yo no había vuelto.
De
La Carraca, me enviaron al Rancho de la Bola, en El Portal, Jerez, por seis
meses, y de aquí, al Instituto Hidrográfico de la Marina, en Cádiz, por otros
seis. Pero entre las escasas facilidades de desplazamiento y los arrestos con
que me obsequió la Marina Española (uno de ellos de dos meses), no tuve mucha
ocasión para conocer esa maravilla de tierra gaditana. Y una vez que salí fue
hasta Alcalá de Guadaira, para asistir a un concierto en el que destacaba
Enrique Morente. Recuerdo que fuimos en auto stop, cenamos en casa del que me
llevó, asistimos al concierto y alguien nos trajo en coche, a tiempo de pasar
la revista matutina. Esto fue desde el Rancho, cuya cerca era muy permeable, y
con la colaboración de los que estaban de guardia.
Este
Rancho ya no existe, como no sean los restos de sus barracones, y la barriada
del Portal se encuentra, asimismo, muy deteriorada. Se nota, y no solo ahí, el 42% de paro registrado en la
provincia, y los que me encaminaron al Rancho, estaban pelando algarrobas, que,
por la cantidad, imaginé para la cena.
En
la ciudad de Cádiz, me sorprendió mucho la afluencia de gente humilde en la
catedral vieja, rezando. Y Cádiz misma me recordó a La Habana, y a los cascos
viejos de Manila y de Panamá, compartiendo decrepitud y miseria. La ciudad está
muy caída, al igual que la alcaldesa, vieja, triste y coja, a quien encontramos
en el mercado central. Pero es una ciudad que cautiva, con una población que no
merece la postración que arrastra.
Y
disculpen por lo descarnado del título.