Estas líneas se publicaron en la revista Euroequipos y Obras, en el número de enero de 2009
EVOCACIÓN
En aquella época no había
una tan precisa medición del tiempo. No había televisión, lo que equivale a
decir que las noticias duraban más, tenían más vida, y se conocían a través de
la radio o los periódicos, los ¨papeles¨, se decía entonces. Los papeles se
leían -quien los leía- mayormente los domingos y festivos, y, cosa normal, en
los lugares públicos -barberías, bares- donde siempre había ejemplares
manoseados y arrugados, de diferentes días. En mi pueblo se hizo famoso un barbero
que siempre saludaba al cliente de turno con alguna noticia de primera página.
Ante el interés del cliente le decía invariablemente: “léelo, léelo tú mismo”,
mientras él escuchaba atentamente. Sólo
al final de sus días se supo que no sabía leer, pero nunca logró averiguarse
quién le leía las primeras noticias.
No recuerdo exactamente en qué día de la semana cayó aquel
Primero de Enero, pero es posible que fuera un jueves, por lo que, casi seguro,
yo encontrara la noticia en el periódico del viernes, día 2, o del sábado, día
3. También es muy posible que la oyera en el “parte”, como llamábamos a los
informativos de radio nacional (la única, vamos) y que escuchábamos en familia
con una mezcla de aprensión y desasosiego. Lo cierto es que la noticia me produjo
una extraña sensación. No por no esperada, que parecía cosa cantada, sino
porque inevitablemente la asocié con unas vivencias tan recientes y, sin
embargo, tan distantes, que -lo supe en ese momento- iban camino de convertirse
para mí en recuerdos, sólo eso, cosas que ya no formarían parte de mi vida
futura, cosas que empezaban a pertenecer a mi pasado, pero que seguirían siendo
el día a día de los que hasta entonces habían sido mis únicos amigos.
Porque cuando
se tienen doce o trece años, la vida se vive así, día a día. Y así éramos
nosotros y así vivíamos. Teníamos montones de cosas que nos unían, por encima
de las pocas que en esos momentos podían diferenciarnos, que no separarnos.
Montones de cosas en las que había consistido el existir diario para nosotros,
que ahora se me antojaban como pertenecientes a otro mundo. Ya no iba a
participar más de ellas, ya no me
pertenecían, en tanto que mis amigos seguirían gozándolas, cimentando en ellas
su presente y su futuro.
Era como esa sensación que uno tiene cuando se pasa, en el
tren, de noche, frente a casas iluminadas. Es posible imaginar, a veces hasta
entrever, en una escena fugaz que es como un fogonazo, a través de las
ventanas, la imagen que se desarrolla dentro. Una escena pareja a la que podemos
vivir en nuestras propias casas, una familia en la cocina alrededor de la cena,
sólo que no es la nuestra, que no nos pertenece, por más que nos podamos
identificar con alguno de los bultos que percibamos dentro.
M, L, y P, es decir, todos mis amigos, todos los niños del
pueblo, estarían a esas horas haciendo recuento de canicas, afilando el hinque,
cortando una rama para hacer una espada,
preparando el tiragomas para cuando hubiera pájaros, o divididos en dos bandos,
enzarzados en una buena “hurria”, a cantazo limpio, desde sendos lados de las
vías. Hurria que habría de acabar cuando llegara el próximo tren, y cuyo
vencedor sería el que lograra adivinar el nombre –Udalla, Gibaja, Marrón,…- de
la vieja máquina, que se acercara resoplando trabajosamente y cubriendo de
hollín la caja de la vía. Y en verano, si el tiempo lo permitía, todo el rato
en el río: baño, pesca, paseos, pero en el río, todo el tiempo en el río, para
desesperación de nuestras madres. Y al final, verano o invierno, la última
vuelta donde Manolo el zapatero.
La zapatería era tanto el punto de reunión como el de
despedida. A menudo teníamos algo que reparar y podíamos utilizar las
herramientas de Manolo, ya fuera una peonza a la que se le hubiera torcido el
clavo, o un hueso de melocotón al que convertir en agudo silbato. Si no,
simplemente estar allí, en la ventana, si verano, o dentro, cuando invierno.
Esto es lo que yo más apreciaba. Pasar los minutos y aún las horas viendo
trabajar a Manolo que sentado en su trípode, presidía su gastada mesa de
trabajo de patas bajas. Aquella mesa tenía un sinnúmero de pequeños
compartimentos, formados con listones clavados en la misma, destinados a
albergar una gran variedad de puntas, clavos, tachuelas, papel de lija de
distinto grano, hilos de coser, y en fin, parte de los trebejos que Manolo
usaba en su hermoso oficio. Me maravillaba ver como trazaba una plantilla con
un lápiz en un trozo de periódico viejo, cómo después, con la cuchilla, con
certeros tajos, perfilaba el cuero basto que habría de servir de suela para la
bota. Cómo con otras cuchillas cortaba cueros y badanas que adaptaba a la horma
y que con diminutos clavos, fijaba aquellos a ésta. Cómo, a veces, tenía que
repasar la base de las hormas, con tablillas que sujetaba con clavos, de los
cuales se había metido un puñado en la boca. Con qué precisión introducía la
lezna para hacer el cosido, tirando del hilo con una mano envuelta en una tira
de cuero para no cortarse, mientras sujetaba con los dientes el otro cabo. Cómo
tensaba estos cabos, restregándolos contra una vieja badana, sobre su pierna.
Cómo iba dejando unas botas y tomando otras de las estanterías, a medida que
las hormas iban haciendo su silencioso trabajo. Cómo, en fin, iban adquiriendo
vida aquellas magníficas botas de cuero, cuyos encargos recibía Manolo los
domingos por la mañana, día de mercado…
Esto es lo que yo no iba a vivir más, ahora lejos del
pueblo, en la capital. Por eso, para mí, la noticia era esperada. Con la misma
certeza con que había visto salir botas de aquella zapatería, había asistido,
en meses anteriores, al avance de aquellas tropas que luchaban contra unos
tipos, a veces regordetes, que se peinaban con fijador y llevaban gafas de sol
y bigotitos recortados. Quizás se nos antojaban demasiado parecidos a otros que
teníamos más cerca. “Puntada larga y buen tirón, que para un hijoputa son”,
solía decir Manolo, guiñándonos un ojo, y yo pensaba, aún sin quererlo, en
tipos así. Es posible que para la gente mayor aquello supusiera algún tipo de
revancha por lo que había pasado veinte años atrás. Nunca lo supe, allí no
había ideología, o si la había, estaba tan tamizada que los niños no lo
podíamos percibir. Pero lo cierto es que había una simpatía, se les sentía más
cercanos a los barbudos que iban contra los del bigotito, que siempre aparecían
con mujeres de hermosos hombros desnudos y faldas de campana de vivos colores.
Así se comprenderá que cuando supe la noticia, ésta no me
sorprendió. Fidel le había ganado a Batista, era lo esperado. Y me acordé de
mis amigos, y de la zapatería, y de Manolo, y les vi, como si pasara en un tren a toda velocidad, comentándolo sonrientes. Yo ya no estaba con ellos, y nuestras vidas habrían de
seguir rumbos diferentes. Y cada vida habría de dar también un fruto diferente.
Ahora, en el momento en que se cumplen cuarenta años de aquellos
acontecimientos, lo único que veo con claridad es que no había otro camino que
el que se anduvo, ni las cosas pudieron suceder de otro modo. ¿Cómo podemos
juzgar el devenir de la historia? ¿Acaso se han cumplido las expectativas que
crearon nuestras propias vidas? Sea como fuere, igual que una madre observa con
benevolencia los desvaríos de un hijo, algunos de los que entonces éramos niños
siempre sentiremos algo por aquellos barbudos que fueron cosiendo su isla con
su sangre y su sudor, así como Manolo cosía suela y cuero con su aguja.
Hurria: en Cantabria, duelo a pedradas entre niños, generalmente incruento.
José María Pozas, enero de 1999.