Hoy he estado un buen rato revisando
viejos álbumes de fotos: fotos de familia, con amigos, de vecinos, de relaciones
profesionales, de viajes, etcétera. Al ver las fotos, uno no tiene otro remedio
que preguntarse: ¿Qué es, en realidad, una fotografía? ¿De qué hablamos, del
recuerdo de una fotografía o de la fotografía –representación- de un recuerdo?
Porque lo primero era eso, queríamos dejar constancia de un momento, a veces
banal, otras veces quizás, único e irrepetible; sin embargo, lo segundo nos
retrotrae a aquél instante. Un instante que captó personas y cosas que quizás ya
no existen. También sentimientos, emociones, anhelos; pasiones también.
Así es, he visto fotografías donde
aparecen personas que ya no existen. Por razones biológicas, las más de las
veces. Las hemos visto morir, en su momento, si podemos decirlo así; otras se
fueron temprano, más temprano de lo que su edad haría suponer. Pero hay otras
que, simplemente, ya no vemos, no tenemos ningún contacto con ellas y bien
pudiera suceder que hubieran muerto. Hay una foto en la que reconozco a un
oficial del ejército soviético que había participado en el sellado de la
central de Chernóbil. Al despedirnos me dijo que ya no nos veríamos más, le
quedaban pocos meses o años de vida. Así que normalmente hace años que habrá
muerto. Fuerzo la vista para tratar de encontrar en sus ojos un atisbo de algo,
quizás de tristeza, pero está sonriendo francamente. Seguramente en ese momento
no se acordara de su sentencia de muerte.
Sin embargo, a medida que las fotos son
más antiguas, me parece apreciar una mayor seriedad –no digo tristeza, sólo
seriedad- en los rostros. Característica que también se acentúa, o así me
parece verlo, a medida que se desciende en la escala social de los
protagonistas. Quizás sea debido a una menor costumbre a ser retratado. Quizás,
en nuestro deseo de dar una mejor imagen de nosotros mismos, el propio empeño
nos hace tomarnos la pose más en serio: componemos mejor la figura, tratamos de
ofrecer nuestro mejor perfil y, como mucho, esbozamos una sonrisa. Esto
contrasta sobremanera con las fotos de personajes jóvenes de la era digital.
Sea por la costumbre, sea porque el soporte no tiene valor y se puede repetir
la toma ad líbitum, las fotos de esta generación son una sucesión de poses
desinhibidas, sonrisas amplias y gestos ampulosos.
También he visto fotografías, pocas, lo
confieso, que me han llamado la atención por cierta intencionalidad que me ha
parecido apreciar en algunas miradas. Me explico: Son como el cuadro de Las Meninas, fotos de grupos humanos, en
actitudes diversas, entregados a sus quehaceres, donde unos miran a la cámara,
otros a lo que están haciendo, sea leer o coser, y hay uno o una que mira a
otro del grupo con una mirada delatora. ¿Habría ahí algo especial? ¿Lo sabría
siquiera el destinatario, ignorante en ese momento? Y, aunque esto sea más
difícil, ¿habrá éste visto la foto después? ¿Se habrá fijado en esa mirada? ¿Le
habrá confirmado ciertas sospechas? ¿Le habrá animado a un movimiento que
quizás juzgaba atrevido o carente de base? Imagínense ustedes mismos, hay para
una novela, ¿verdad?
La foto de un recuerdo y el recuerdo de
una fotografía. Ambas cosas se refieren al pasado, por más que sea un pasado de
hace dos segundos. Sin embargo, el cine no es otra cosa que la proyección a una
velocidad determinada de una sucesión de instantáneas que da a nuestros ojos la
sensación de un presente continuo. Y el cine versa sobre cosas pasadas. Como la
fotografía. Y sobre cosas actuales. Como la fotografía, también. Pero, además,
el cine tiene la virtud de llevarnos al futuro. Podemos ver una película que
arranca con la infancia, sigue con la madurez y termina con la vejez de sus
protagonistas. Hasta con su muerte, si me apuran. ¿Será esto mismo posible
algún día con la fotografía? Claro, el cine está basado en la fotografía, pero
¿podremos ver nuestra última foto, la foto de nuestro último instante? Según la
teoría de la relatividad esto sería posible, depende de la correlación
espacio-tiempo; otra cosa es que lo quisiéramos ver.