martes, 25 de marzo de 2014

Fotografías














         Hoy he estado un buen rato revisando viejos álbumes de fotos: fotos de familia, con amigos, de vecinos, de relaciones profesionales, de viajes, etcétera. Al ver las fotos, uno no tiene otro remedio que preguntarse: ¿Qué es, en realidad, una fotografía? ¿De qué hablamos, del recuerdo de una fotografía o de la fotografía –representación- de un recuerdo? Porque lo primero era eso, queríamos dejar constancia de un momento, a veces banal, otras veces quizás, único e irrepetible; sin embargo, lo segundo nos retrotrae a aquél instante. Un instante que captó personas y cosas que quizás ya no existen. También sentimientos, emociones, anhelos;  pasiones también.

         Así es, he visto fotografías donde aparecen personas que ya no existen. Por razones biológicas, las más de las veces. Las hemos visto morir, en su momento, si podemos decirlo así; otras se fueron temprano, más temprano de lo que su edad haría suponer. Pero hay otras que, simplemente, ya no vemos, no tenemos ningún contacto con ellas y bien pudiera suceder que hubieran muerto. Hay una foto en la que reconozco a un oficial del ejército soviético que había participado en el sellado de la central de Chernóbil. Al despedirnos me dijo que ya no nos veríamos más, le quedaban pocos meses o años de vida. Así que normalmente hace años que habrá muerto. Fuerzo la vista para tratar de encontrar en sus ojos un atisbo de algo, quizás de tristeza, pero está sonriendo francamente. Seguramente en ese momento no se acordara de su sentencia de muerte.

         Sin embargo, a medida que las fotos son más antiguas, me parece apreciar una mayor seriedad –no digo tristeza, sólo seriedad- en los rostros. Característica que también se acentúa, o así me parece verlo, a medida que se desciende en la escala social de los protagonistas. Quizás sea debido a una menor costumbre a ser retratado. Quizás, en nuestro deseo de dar una mejor imagen de nosotros mismos, el propio empeño nos hace tomarnos la pose más en serio: componemos mejor la figura, tratamos de ofrecer nuestro mejor perfil y, como mucho, esbozamos una sonrisa. Esto contrasta sobremanera con las fotos de personajes jóvenes de la era digital. Sea por la costumbre, sea porque el soporte no tiene valor y se puede repetir la toma ad líbitum, las fotos de esta generación son una sucesión de poses desinhibidas, sonrisas amplias y gestos ampulosos.

         También he visto fotografías, pocas, lo confieso, que me han llamado la atención por cierta intencionalidad que me ha parecido apreciar en algunas miradas. Me explico: Son como el cuadro de Las Meninas, fotos de grupos humanos, en actitudes diversas, entregados a sus quehaceres, donde unos miran a la cámara, otros a lo que están haciendo, sea leer o coser, y hay uno o una que mira a otro del grupo con una mirada delatora. ¿Habría ahí algo especial? ¿Lo sabría siquiera el destinatario, ignorante en ese momento? Y, aunque esto sea más difícil, ¿habrá éste visto la foto después? ¿Se habrá fijado en esa mirada? ¿Le habrá confirmado ciertas sospechas? ¿Le habrá animado a un movimiento que quizás juzgaba atrevido o carente de base? Imagínense ustedes mismos, hay para una novela, ¿verdad?

         La foto de un recuerdo y el recuerdo de una fotografía. Ambas cosas se refieren al pasado, por más que sea un pasado de hace dos segundos. Sin embargo, el cine no es otra cosa que la proyección a una velocidad determinada de una sucesión de instantáneas que da a nuestros ojos la sensación de un presente continuo. Y el cine versa sobre cosas pasadas. Como la fotografía. Y sobre cosas actuales. Como la fotografía, también. Pero, además, el cine tiene la virtud de llevarnos al futuro. Podemos ver una película que arranca con la infancia, sigue con la madurez y termina con la vejez de sus protagonistas. Hasta con su muerte, si me apuran. ¿Será esto mismo posible algún día con la fotografía? Claro, el cine está basado en la fotografía, pero ¿podremos ver nuestra última foto, la foto de nuestro último instante? Según la teoría de la relatividad esto sería posible, depende de la correlación espacio-tiempo; otra cosa es que lo quisiéramos ver.

        
         








          

jueves, 20 de marzo de 2014

El cabo de Hornos





Yo no sé quien le escribe a Rajoy los discursos. El es todo voluntad y lee lo que le pongan por delante, sin reparar en nada, con esa manera suya tan peculiar.
Cuando lo del estado de la nación, nos obsequió con una metáfora muy curiosa: Hemos doblado el cabo de Hornos de la crisis, o algo así. Rajoy es de Pontevedra, provincia costera donde las haya; es hombre leído y versado en mil asuntos, y como diría su vicepresidenta, se sacó en su momento unas oposiciones dificilísimas. Debiera por tanto saber que pasar el cabo de Hornos, aún siendo ardua tarea, no termina con el peligro y lo que viene después no es calma y placidez. Y eso que los marinos que lo surcaban se colocaban como distintivo un arete en su oreja; a él aún no se lo hemos visto.
Resulta que después de Hornos, uno se encuentra en la zona de peores vientos del planeta. El cabo de Hornos está en la latitud 56ºS, y todo lo comprendido entre los 40 y los 60 recibe estos curiosos nombres: los cuarenta rugientes, los cincuenta aulladores y los sesenta bramadores. Y es sabido que el estado de la mar guarda relación con los vientos que la dominan y la violencia de éstos con el ruido que producen. En toda esa zona son frecuentes las tormentas, que se forman de improviso, e icebergs a la deriva junto con olas de 30 metros.
Así que calculen ustedes lo que nos queda tras pasar el cabo de Hornos. Es de pensar que el negro de Rajoy no sabe que desde que se abrió el canal de Panamá ya no se utiliza tal ruta. O quizás sepa más que nosotros y no confíe en el buen hacer de Sacyr. En cualquier caso, pienso que podía haberse referido al cabo de Buena Esperanza, que suena como más prometedor (lo de Aguirre lo está pensando usted, querido lector).

sábado, 1 de marzo de 2014

Contra Franco se vivía mejor



    


Desaparecido el dictador, a los pocos años, hubo gente, luchadores y activistas políticos, que no supieron adaptarse a la nueva situación democrática o pre-democrática. La escena política había cambiado, eran otras las reglas de juego y algunos no se encontraban a gusto. Ya no había a quién culpar, eran tiempos de construir, de dialogar; en suma, contra Franco se vivía mejor.
Hasta hace un par de años –aunque parezca que ha pasado un siglo- aspirábamos a que los de las pistolas y las bombas dejaran su locura asesina. No queríamos más muertos, más sufrimiento. Pedíamos que abandonaran su camino y emprendieran el nuestro. ¡Todas las ideas se pueden defender con la palabra, pacíficamente! ¡No más muertos! Que se presenten a las elecciones, que vayan al Congreso y que se sometan al juego democrático. Eso pedíamos. Pronto se vio, cuando entraron en ese juego, que para algunos eso ya no era suficiente. Llegó el alto el fuego y esos mismos vieron ahí una trampa Y siguen viéndola.
Yo tengo por Urkullu la misma simpatía que por Pons, Rajoy o el ministro del interior. Es decir, ninguna. Pero por Urkullu tengo respeto y me parece muy bien que haya acompañado a los mediadores a Madrid, que no les haya dejado solos en ese trance que algunos han orquestado para satisfacer a la galería. Por cierto, lo mismo que han hecho los otros con lo de las cuatro pistolas: satisfacer a su galería.
Ignoro si éste será un alto el fuego definitivo, ojalá que lo sea. Y que nadie ponga palos en las ruedas para que fracase. Pero me parece que, igual que pasó cuando lo de Franco, ahora hay algunos que tampoco se acostumbran. Que sienten que contra ETA se vivía mejor.