LA AVALANCHA
En
cuanto dejó de sentir el vendaval producido por las aspas del helicóptero,
Natalio aminoró el paso. Ya no estaba en buenas condiciones, se fatigaba
demasiado, le costaba mover su corpachón enorme, la barriga cada vez más prominente.
Se encaminó despacio, recuperando el resuello, hacia el pequeño promontorio
desde donde se veía -se adivinaba más bien- el valle y donde le esperaba su
vieja camioneta. Al llegar se aflojó del todo el nudo de la corbata y se
desabrochó los botones segundo y tercero de la camisa. Sentado al volante, con
la puerta abierta, se secó el sudor de su frente con la manga de la chaqueta y
lentamente, con complacencia -el estruendo del helicóptero se había extinguido-,
extendió una vez más la vista hacia el valle.
Acababa de
llegar de la capital. Una hora de helicóptero y tres de avión antes había
vivido su triunfo. Las autoridades, con el Presidente a la cabeza, le habían
mostrado su admiración y respeto. Extrajo del bolsillo de la chaqueta para
admirarla, una vez más, la condecoración que le habían prendido al pecho, la
más alta que pudiera recibirse desde el rango civil. El reconocimiento de la
sociedad era la culminación a aquellos largos años de dedicación y esfuerzo,
donde no había escatimado su entrega, en los que había envejecido en la ingente
tarea de cambiar la faz de la tierra. Así lo había dicho el mismísimo
Presidente en su discurso:
- ... este
gigante, Natalio, permítame que le llame así, simplemente, Natalio, como le
llama todo el mundo, este gigante, repito, cuya labor ha cambiado la faz de la
tierra...
Y en efecto, así era. Donde él estaba ahora,
diecinueve años atrás sólo podían estar las águilas, sobrevolando su
territorio. Ahora había un helipuerto, hangares, edificios administrativos,
talleres, residencias para el personal, su propio chalecito. Y todo eso era la
cota + 93 respecto al fondo del cauce. Había sido necesario mover miles de
millones de metros cúbicos, las cifras podían marear a cualquiera, y la obra
era perfectamente visible desde el espacio exterior. Primero, construir
alojamientos para los miles de personas empleadas; después, a medida que la
obra avanzaba, cambiar ese emplazamiento de sitio por dos veces. Entretanto,
los diarios problemas por resolver, al principio como uno de los responsables
máximos de la obra, después, enseguida, a causa de la avalancha que tantos
muertos causó, como máximo responsable. Repasó mentalmente aquellos momentos.
Apenas podía ya recordar los rostros: El Comité de Ingenieros, al que él estaba
a punto de acceder, pereció en pleno. Luego, los intrincados manejos
financieros que situaron a su empresa en
la cabecera del Consorcio y entonces, su propio encumbramiento a la dirección
de la obra. Recordó también algunos artículos de prensa que trataron de responsabilizarle
del desastre. Volvió a secarse el sudor de la frente con la manga de la
chaqueta. Cerró los ojos recordando los miles de máquinas que habían empleado, hasta
el punto de que la obra había activado la construcción mundial de maquinaria. ¡Cuántos
cientos de perforadoras, excavadoras, cargadoras, tractores, empujadores,
motoniveladoras, compactadoras! Cuántas
miles de toneladas de explosivo, de gasóleo, de aceite. Cuántos martillos,
cuántos tallantes, cuántas trituradoras, cuántas plantas de hormigón, cuántas
de asfalto. Cuántos miles y miles de maquinas habían sido utilizadas. Cuántas
cizallas se habían usado para reciclar aquel material. Cuántas toneladas habían
circulado por la vía férrea, expresamente construida para el acarreo, que se extendía
por 365 kilómetros a través del desierto.
Cuánta gente había conocido en aquellos años:
obreros, capataces, topógrafos, ingenieros; asesores, vendedores de maquinaria,
vendedores de material de desgaste. Cuántos de ellos habían desaparecido ya,
unos de forma natural, otros, cuando la avalancha.
La avalancha,
otra vez la avalancha, no se la quitaba
de la cabeza, después de tantos años, ahora que la obra estaba terminada, ahora
que él acababa de recoger el reconocimiento unánime, ni que él fuera responsable
de algo como se empeñaron en demostrar, sin conseguirlo, aquellos malditos
diarios. Pues no, bien alto lo podía decir, allí, sentado en su vieja
camioneta, en el promontorio, dominando una pequeña parte del paisaje: “Él, Natalio, no era responsable, no podía ser
responsable”. Se movió inquieto en el asiento, buscando una postura más cómoda,
nadie le iba a privar de su éxito, de sus honores tan arduamente conseguidos.
Volvió a removerse en el asiento sin encontrar acomodo. Entonces le pareció que
la camioneta se movía. Miró la palanca de freno; estaba echada. Pero no, no se
movía, ¡se balanceaba! Al instante un rumor sordo, mineral, que iba creciendo,
aumentó su estupor. Trató de saltar al exterior, pero tuvo miedo. Entonces miró
hacia abajo, al cauce, al valle: Una mancha fangosa, ingente, de tierra y
rocas, de color rojizo, avanzaba a gran velocidad arrasándolo todo a su paso.
El ruido se multiplicó, la tierra temblaba, sintió una punzada en el pecho y
buscó en el bolsillo del pantalón las pastillas que siempre llevaba consigo. No
las tenía. “Moriré de cualquier manera, pensó, será el corazón o la maldita
avalancha”. Sintió una opresión en el brazo, cada vez más fuerte, más fuerte,
conocía los síntomas.
- ¡Natalio! ¡Natalio! ¡Despierta, estás soñando! ¡No
debes tomar coñac después de cenar, siempre te trae pesadillas! - le reprochó
su mujer.
A duras penas, se incorporó en la cama, hasta quedar
sentado. Sudaba copiosamente. Fue a secarse con la manga de la chaqueta del
pijama, pero estaba completamente empapada.
Poco a poco, fue recuperando la consciencia.
Entonces recordó las imágenes de la televisión, la víspera, que tanto le
impactaron: El Sojourner avanzaba lentamente sobre la superficie rojiza de
Marte; el locutor hablaba de una inimaginable inundación millones de años
atrás.