Se llamaba Manuel y nació en España. Había llegado con
las primeras brigadas de trabajadores que trajo la compañía del ferrocarril. El
avance de las obras era lo bastante rápido para la época, en parte por el
empleo intensivo de mano de obra, en parte por las favorables condiciones del
terreno. Mientras éste fue llano se avanzó deprisa: Había quienes allanaban la
trocha, cavaban trincheras o acarreaban el balasto; había quienes colocaban las
traviesas y quienes tendían los raíles. Y había quienes se ocupaban de los
demás trabajos en general: Acercar los materiales, mantener las herramientas,
ocuparse de las provisiones y preparar el rancho y, en fin, estar a lo que
mandara el capataz.
Entre éstos empezó Manuel a su llegada, ya que no
tenía ninguna capacitación. Apenas había aprendido las letras y no conocía otro
trabajo que el del campo. A fuerza de tirar del ronzal del burro, acomodando su
paso al de éste, había adquirido un andar cadencioso, pausado, como el del
animal. Y hasta algo del carácter del pollino se le había pegado, pues
soportaba las mayores cargas, tanto físicas como morales, y solo, muy de vez en
cuando, era capaz de soltar alguna coz, aunque sin encolerizarse. Seguramente
fueron éstas las cualidades que descubrió en él el capataz pues pronto le
ordenó que procurara estar siempre a la mano.
Y así pasaron semanas y algunos meses y Manuel fue
haciéndose de la cohorte del capataz y la obra fue acercándose a las montañas,
dejando atrás el llano y el terreno favorable. Con la cercanía de las sierras el
trabajo se hizo más duro y el avance más lento. Las trincheras eran cada vez
más profundas y la obra se convirtió en un rosario de túneles y puentes. Al
final del último monte se abrió un nuevo y extenso valle, más prometedor.
Llegaba hasta donde alcanzaba la vista, por lo que la compañía decidió buscar
un emplazamiento idóneo para erigir una estación donde los convoyes pudieran
repostar antes de lanzarse valle adelante.
Allí surgieron las complicaciones. Primero empezaron a
escasear los suministros; después, la paga de la
gente. Esto es lo que originó la reyerta y exigió que el capataz pusiera orden
en la cuadrilla. De las palabras se pasó pronto a los hechos y aquel tipo
desabrido, un recién llegado, tiró de navaja. Manuel se puso en medio, para
defender al capataz y recibió la cuchillada en el antebrazo izquierdo que usó a
guisa de escudo. No tuvo la suerte de cara aquel día y el tajo le cortó varios
tendones de modo que la mano izquierda se le quedó sin fuerza para los restos.
-No te preocupes Manuel, - le dijo el capataz-, la
obra se reanudará y tú te quedarás en esta estación de factor. ¡Te lo prometo!
Manuel aceptó el trato, -¡qué iba a hacer con aquella
mano inútil!-, y tomó posesión de la casita, por llamarla de alguna manera, que
le construyeron al final de las vías, junto al depósito de agua, embrión de lo
que sería algún día flamante estación. El capataz se despidió de él con un
abrazo y un hasta pronto y Manuel los vio marchar a todos con aquella mirada
mansa que se le iba acentuando más y más.
Al poco tiempo decidió que no le convenía estar solo y
buscó una mujer entre los caseríos más próximos del valle. A base de promesas
consiguió una y hubo de arreglar la vivienda para que aceptara venir. A los
pocos meses la compañía dejó de enviarle la paga y pensó que sería el momento
para abandonar la estación. Pero su mujer quedó embarazada; será después, se
dijo. Entretanto improvisó una huerta, y construyó un cobertizo y un corral
donde criar conejos y gallinas. En esto nació su primer hijo y de una manera
que no se pudo explicar enlazó la ampliación de la huerta con un nuevo
embarazo; éste con una ternera que consiguió en el valle a cambio de unos pocos
conejos y muchas peonadas y, al fin, una segunda criatura. Aquí, su mujer se
plantó:
-Manuel, éste no es sitio para criar los hijos. Si tú
no vienes, me iré con los niños.
Manuel no se lo quería creer o fingía no oírlo, o
simplemente no acertaba a tomar la decisión de salir de allí. El caso es que un
día, al atardecer, cuando volvía de un largo paseo, vio a su mujer emprender el
camino hacia el valle con un hatillo a la espalda y un niño en cada brazo. No
fue capaz de reaccionar. Se sentó en el suelo, viéndoles partir.
Irá a casa de su madre, quizás pensaba entonces. Al día siguiente se ocupó en
traer alimento para los animales, esperando que su mujer regresara. Pasaron los
días y ni ella regresó ni él bajó a buscarla.
Aprendió a vivir solo o al menos eso creyó. Los días
los pasaba sin grandes dificultades; el trabajo le distraía y cada vez tenía
más conejos y gallinas y la ternera se convirtió en vaca. Pero un día la vaca
se murió. Entonces tomó conciencia de su propia edad y las noches empezaron a
hacérsele interminables. Especialmente las de luna llena. Salía al corral y
entre blasfemias, con su mano derecha, la buena, apedreaba a la luna, a
sabiendas de que no la alcanzaría; solo así se desahogaba, como el burro que
lanza sus coces a ciegas. La casucha se le empezó a desmoronar. Harto ya, un
amanecer, reunió fuerzas y con la soga con que había atado a la vaca, se colgó
de la única viga que aún podía sostenerle el peso.
Se llamaba Manuel y nació en España; su casa era de
barro, de barro y caña.
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