lunes, 28 de noviembre de 2016

Evocación


Estas líneas se publicaron en la revista Euroequipos y Obras, en el número de enero de 2009





EVOCACIÓN

                                       
               


                En aquella época no había una tan precisa medición del tiempo. No había televisión, lo que equivale a decir que las noticias duraban más, tenían más vida, y se conocían a través de la radio o los periódicos, los ¨papeles¨, se decía entonces. Los papeles se leían -quien los leía- mayormente los domingos y festivos, y, cosa normal, en los lugares públicos -barberías, bares- donde siempre había ejemplares manoseados y arrugados, de diferentes días. En mi pueblo se hizo famoso un barbero que siempre saludaba al cliente de turno con alguna noticia de primera página. Ante el interés del cliente le decía invariablemente: “léelo, léelo tú mismo”, mientras  él escuchaba atentamente. Sólo al final de sus días se supo que no sabía leer, pero nunca logró averiguarse quién le leía las primeras noticias.

         No recuerdo exactamente en qué día de la semana cayó aquel Primero de Enero, pero es posible que fuera un jueves, por lo que, casi seguro, yo encontrara la noticia en el periódico del viernes, día 2, o del sábado, día 3. También es muy posible que la oyera en el “parte”, como llamábamos a los informativos de radio nacional (la única, vamos) y que escuchábamos en familia con una mezcla de aprensión y desasosiego. Lo cierto es que la noticia me produjo una extraña sensación. No por no esperada, que parecía cosa cantada, sino porque inevitablemente la asocié con unas vivencias tan recientes y, sin embargo, tan distantes, que -lo supe en ese momento- iban camino de convertirse para mí en recuerdos, sólo eso, cosas que ya no formarían parte de mi vida futura, cosas que empezaban a pertenecer a mi pasado, pero que seguirían siendo el día a día de los que hasta entonces habían sido mis únicos amigos.

Porque cuando se tienen doce o trece años, la vida se vive así, día a día. Y así éramos nosotros y así vivíamos. Teníamos montones de cosas que nos unían, por encima de las pocas que en esos momentos podían diferenciarnos, que no separarnos. Montones de cosas en las que había consistido el existir diario para nosotros, que ahora se me antojaban como pertenecientes a otro mundo. Ya no iba a participar más de  ellas, ya no me pertenecían, en tanto que mis amigos seguirían gozándolas, cimentando en ellas su presente y su futuro.

         Era como esa sensación que uno tiene cuando se pasa, en el tren, de noche, frente a casas iluminadas. Es posible imaginar, a veces hasta entrever, en una escena fugaz que es como un fogonazo, a través de las ventanas, la imagen que se desarrolla dentro. Una escena pareja a la que podemos vivir en nuestras propias casas, una familia en la cocina alrededor de la cena, sólo que no es la nuestra, que no nos pertenece, por más que nos podamos identificar con alguno de los bultos que percibamos dentro.

         M, L, y P, es decir, todos mis amigos, todos los niños del pueblo, estarían a esas horas haciendo recuento de canicas, afilando el hinque, cortando una rama para hacer una  espada, preparando el tiragomas para cuando hubiera pájaros, o divididos en dos bandos, enzarzados en una buena “hurria”, a cantazo limpio, desde sendos lados de las vías. Hurria que habría de acabar cuando llegara el próximo tren, y cuyo vencedor sería el que lograra adivinar el nombre –Udalla, Gibaja, Marrón,…- de la vieja máquina, que se acercara resoplando trabajosamente y cubriendo de hollín la caja de la vía. Y en verano, si el tiempo lo permitía, todo el rato en el río: baño, pesca, paseos, pero en el río, todo el tiempo en el río, para desesperación de nuestras madres. Y al final, verano o invierno, la última vuelta donde Manolo el zapatero.

         La zapatería era tanto el punto de reunión como el de despedida. A menudo teníamos algo que reparar y podíamos utilizar las herramientas de Manolo, ya fuera una peonza a la que se le hubiera torcido el clavo, o un hueso de melocotón al que convertir en agudo silbato. Si no, simplemente estar allí, en la ventana, si verano, o dentro, cuando invierno. Esto es lo que yo más apreciaba. Pasar los minutos y aún las horas viendo trabajar a Manolo que sentado en su trípode, presidía su gastada mesa de trabajo de patas bajas. Aquella mesa tenía un sinnúmero de pequeños compartimentos, formados con listones clavados en la misma, destinados a albergar una gran variedad de puntas, clavos, tachuelas, papel de lija de distinto grano, hilos de coser, y en fin, parte de los trebejos que Manolo usaba en su hermoso oficio. Me maravillaba ver como trazaba una plantilla con un lápiz en un trozo de periódico viejo, cómo después, con la cuchilla, con certeros tajos, perfilaba el cuero basto que habría de servir de suela para la bota. Cómo con otras cuchillas cortaba cueros y badanas que adaptaba a la horma y que con diminutos clavos, fijaba aquellos a ésta. Cómo, a veces, tenía que repasar la base de las hormas, con tablillas que sujetaba con clavos, de los cuales se había metido un puñado en la boca. Con qué precisión introducía la lezna para hacer el cosido, tirando del hilo con una mano envuelta en una tira de cuero para no cortarse, mientras sujetaba con los dientes el otro cabo. Cómo tensaba estos cabos, restregándolos contra una vieja badana, sobre su pierna. Cómo iba dejando unas botas y tomando otras de las estanterías, a medida que las hormas iban haciendo su silencioso trabajo. Cómo, en fin, iban adquiriendo vida aquellas magníficas botas de cuero, cuyos encargos recibía Manolo los domingos por la mañana, día de mercado…

         Esto es lo que yo no iba a vivir más, ahora lejos del pueblo, en la capital. Por eso, para mí, la noticia era esperada. Con la misma certeza con que había visto salir botas de aquella zapatería, había asistido, en meses anteriores, al avance de aquellas tropas que luchaban contra unos tipos, a veces regordetes, que se peinaban con fijador y llevaban gafas de sol y bigotitos recortados. Quizás se nos antojaban demasiado parecidos a otros que teníamos más cerca. “Puntada larga y buen tirón, que para un hijoputa son”, solía decir Manolo, guiñándonos un ojo, y yo pensaba, aún sin quererlo, en tipos así. Es posible que para la gente mayor aquello supusiera algún tipo de revancha por lo que había pasado veinte años atrás. Nunca lo supe, allí no había ideología, o si la había, estaba tan tamizada que los niños no lo podíamos percibir. Pero lo cierto es que había una simpatía, se les sentía más cercanos a los barbudos que iban contra los del bigotito, que siempre aparecían con mujeres de hermosos hombros desnudos y faldas de campana de vivos colores.

         Así se comprenderá que cuando supe la noticia, ésta no me sorprendió. Fidel le había ganado a Batista, era lo esperado. Y me acordé de mis amigos, y de la zapatería, y de Manolo, y les vi, como si pasara en un  tren a toda velocidad, comentándolo sonrientes. Yo ya no estaba con ellos, y nuestras vidas habrían de seguir rumbos diferentes. Y cada vida habría de dar también un fruto diferente. Ahora, en el momento en que se cumplen cuarenta años de aquellos acontecimientos, lo único que veo con claridad es que no había otro camino que el que se anduvo, ni las cosas pudieron suceder de otro modo. ¿Cómo podemos juzgar el devenir de la historia? ¿Acaso se han cumplido las expectativas que crearon nuestras propias vidas? Sea como fuere, igual que una madre observa con benevolencia los desvaríos de un hijo, algunos de los que entonces éramos niños siempre sentiremos algo por aquellos barbudos que fueron cosiendo su isla con su sangre y su sudor, así como Manolo cosía suela y cuero con su aguja.

Hurria: en Cantabria, duelo a pedradas entre niños, generalmente incruento.


José María Pozas, enero de 1999.

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