miércoles, 20 de julio de 2022

Lucas y la propiedad



Dos conspicuos lectores de estas páginas me han escrito a propósito de mi cita sobre Proudhon y la propiedad en el artículo anterior que versaba sobre la película Alcarrás. Pensando en la respuesta que podría darles, he reflexionado y he llegado a la conclusión de que será mejor recurrir a Lucas; hace tiempo que no hablo con él, y tendrá más y mejores argumentos que los que yo pueda desarrollar, eso está fuera de toda duda. De modo que dispuesto a aguantar estoicamente la bronca inicial he quedado con el para un encuentro vis a vis. Vean el resultado.


- Bueno, bueno, ¿de qué se trata esta vez?

- Hombre, Lucas, hace ya tiempo que no nos veíamos y me he dicho voy a quedar con Lucas y charlamos un poco.

- Ya, y de paso me preguntas alguna cosilla que te preocupe en estos momentos y matas dos pájaros de un tiro…

- Que no hombre, que ya sabes que se te aprecia, pero si te soy sincero también me vienes de perlas para que me aclares un par de conceptos.

- Referentes a tu último artículo sobre esa película, ¿a que sí? Si no me equivoco citabas a Proudhon y el asunto de la propiedad.

- ¡Joder, Lucas! Estás en todo. Pero bueno, sí, para eso era.

- Que te conozco, bacalao…

- Vale Lucas, me rindo, cuéntame algo de tus ideas sobre la propiedad, por favor.

- Bien, vaya por delante que concuerdo con lo que decías. Han pasado muchísimos siglos, habría que retrotraerse a las primeras civilizaciones en el Oriente Fértil, o antes, en el origen de una incipiente agricultura que empezara a proveer a aquellas tribus de alimento con una cierta seguridad. El origen de la propiedad de la tierra habría que buscarlo en la necesidad de asegurar las cosechas, mantener graneros, programar la nueva cosecha, repartir sus frutos, etcétera. Y claro eso hizo necesario el uso de la fuerza, de modo que la propiedad de la tierra y un rígido control de sus productos fueron depositados en los individuos más audaces, más resolutivos y más preparados; uno de ellos, quizás el mejor, o el más afortunado, se hizo rey.

- Coño, Lucas, qué bien lo explicas!

- Déjate de vainas y no me interrumpas. Eso que te he contado sucedió y se justifica en el hecho de que aquellos hombres habían sido, en el minuto anterior, cazadores y también con algo de recolectores, y en esas sociedades era lógico que hubiera un rey, y si estaba apoyado por el sumo sacerdote, o él mismo era la encarnación de la divinidad, ¿quien iba a oponerse? Así que de esta manera se afianzó la propiedad de la tierra en unas pocas manos.

- Ya, pero en tiempos más modernos…

- A eso iba. Hoy en día la sociedad dispone de instrumentos para organizarse, se supone que somos demócratas, etcétera, ¿qué sentido tiene no solo la conquista de la tierra sino su reparto de la manera como nos la cuentan en las películas del oeste? ¿Que cada uno registre la tierra que haya hollado su caballo, que denuncie la mina que ha descubierto, que se haga amo y señor de una corriente de agua porque él la haya visto primero? ¿O que esto se haga colectivamente como el ignominioso caso de los belgas en el Congo? No tiene por donde agarrarse, eso está claro para cualquier entendimiento. Que por el hecho de descender familiarmente de alguien que ganó unas tierras haya que perpetuar ese título de propiedad no tiene por donde agarrarlo, te repito. Por no hablar de propiedades colectivas como las de las iglesias o las órdenes monástico militares. Pero después vino el nacimiento del liberalismo, hijo de la Ilustración, la proclamación del hombre como sujeto base de todos los derechos – excepto los monárquicos, habría que decir-, proclamación que coincidió con la existencia de una nueva clase de comerciantes que habían hecho muchísimo dinero en el comercio de esclavos, aunque no exclusivamente, dinero que buscaba dónde invertirse. Este liberalismo encontró que las propiedades no podían ser comunales, así que se quitó de un plumazo aquél derecho colectivo a la propiedad de la tierra. En España esto culminó en la Ley de Desamortización de Mendizábal, en el año 1837, lo que significó que todos aquellos bienes de propiedad colectiva, órdenes religiosas, la iglesia, terrenos comunales – las manos muertas, para entendernos- pasaran a ser tras subasta, bienes de propiedad de esa nueva clase de propietarios, propiedad que por supuesto se podía legar a los herederos, es decir, un “quitate tú para ponerme yo”, pues el resto de la población continuaba en la misma posición, con sus pequeñas propiedades…

- Para, para, Lucas que vas muy deprisa y hoy no dispongo de más tiempo.

- Pero, ¿cómo? Me llamas, me haces hablar y ahora me cortas?

- De verdad, Lucas, que es que no puedo…

- Que no, que...

- Te llamo, Lucas, disculpa... ¡Hasta luego Lucas!




(Continuará)


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