EL RORCUAL COMUN
En
los días anteriores había habido mucha mar de fondo. Y, según dijeron los
expertos, ya estaba muy delgada, casi esquelética. Quizás, agotada por el
esfuerzo no pudo sino dejarse arrastrar por las olas hasta la costa; eso
explica que entrara en la bahía, al abrigo del temporal.
Cuando
yo la vi ya había varado, llevaba horas con el peso de su cuerpo oprimiendo sus
pulmones, y sus movimientos, acompasados por el batir de las suaves olas de la
bahía, no hacían presagiar nada bueno. El espectáculo –eso parecía ser para más
de uno- era lastimoso. Como humano uno siente una cierta proximidad con ese ser,
a pesar de su exagerado tamaño y de su hábitat natural; sentimos pena al ver
morir a un caballo, pongo por caso. Y lo mismo sentimos al ver morir a una
ballena, aunque mida veintiséis metros y pese más de veinticinco toneladas. Así
sucedió, murió al rato, sin hacer ruido, de la misma manera que había aparecido
en nuestra bahía.
Hasta
aquí los hechos. Ustedes han tenido puntual conocimiento de los mismos a través
de los medios de comunicación. Un episodio que con mayor o menor frecuencia se
vive en la costa cantábrica. Estos grandes cetáceos, a veces, vienen a morir
cerca de tierra. Pero sigamos con la historia.
Las
autoridades locales consideraron qué hacer con los restos. Surgió el interés
del Centro del Calamar Gigante de Luarca, para exponer su esqueleto en sus
instalaciones. Y se anunció el destino asturiano como el más lógico. Pero -¡ay,
amigo!-, se hacía precisa la autorización sanitaria para el transporte a través
de las tres autonomías interesadas, Euskadi, Cantabria y Asturias. Conseguir
esas autorizaciones ante el ciego y pesado entramado autonómico iba a llevar su
tiempo -pensaron ellos mismos-, y al fin, se optó por enterrar los restos en
San Sebastián, esperar un año y medio o dos hasta que la naturaleza obre su
efecto, los huesos queden mondos y, entonces, llevar a cabo el transporte: todo
esto ha sido objeto de un convenio rubricado por las autoridades legalmente
concernidas, la donante y la de destino.
Y
este asunto me ha recordado otro que viene al pelo y que muestra también cómo
las autoridades, en vez de simplificar la vida de sus ciudadanos, muchas veces
no hacen sino complicársela.
Verán
ustedes: en agosto pasado pudimos leer en la prensa que el Ministerio de
Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente preparaba una reforma legal para
facilitar las cosas a los cazadores. Éstos actualmente necesitan tantas
licencias de caza como comunidades autónomas quieran visitar para practicar su
afición. Se decía en esa noticia que la regulación que se preparaba facilitaría
la vida a los aficionados a la hora de obtener los permisos. ¡Lógico!, habrán
pensado ustedes, una licencia válida para toda España. Pues no señor, eso sería
como pedir peras al olmo y de eso en Agricultura sabrán bastante. Se trataba
solamente de que cualquier cazador pudiera acudir, en la autonomía de su
domicilio, para sacar ahí mismo la licencia para otras comunidades pagando lo
que corresponda; luego las administraciones concernidas harían sus cuentas.
Eso,
efectivamente, era un avance, pero, parece ser que se hace preciso crear un
registro único de infractores a nivel nacional para evitar que un cazador
sancionado en una comunidad autónoma pueda acudir a cazar a otra sin problemas.
Y según hemos sabido en otra noticia en este mismo otoño ¡de 2012!, eso no es
posible de momento, así que las cosas seguirán como estaban.
Sospecho
que el rorcual común –es el nombre que recibe la especie a la que pertenecía
nuestra pobre ballena-, de haber sabido esto habría elegido las costas
asturianas, lo más cerca posible de Luarca para lanzar sus últimos soplidos,
dado que es un mamífero amistoso e inofensivo. Entretanto los regidores de las
comunidades autonómicas españolas se estarán preguntando qué hacer para aliviar
la vida de sus ciudadanos. Y seguro que hasta se les ocurra crear alguna
comisión para intentarlo.
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