jueves, 10 de octubre de 2019

Banderas y juramentos



Este artículo ha sido publicado en OP Machinery en su número de octubre.





De un tiempo a esta parte, ciudades, pueblos y aldeas vienen siendo engalanados, sin motivo especial aparente, con la bandera española. Unas veces se puede ver en balcones o ventanas o en mástiles ad hoc en jardines; nueva, con sus vivos colores, o ajada por lluvias y soles. Que yo recuerde, antes nadie tenía una bandera en casa. En las películas americanas veíamos aquellos ranchos solitarios con su molino de viento y, a menudo, con su bandera. Yo imaginaba que se debía a la tradición de conquista que fue la marcha hacia el oeste y así la bandera identificaba a sus habitantes: aquí vive un americano, hasta aquí he llegado para construir un futuro para mí y mi familia. Cosas así, pensaba yo. Nosotros, no necesitábamos demostrar nada: Ya saben, España es Cantabria, y lo demás, tierra conquistada.
Hoy en día, en Cantabria como en Asturias, tierras no holladas por el infiel sarraceno, se pueden ver tantas banderas como en Madrid, Levante o el Sur. Hay ciudades que rivalizan con su vecina para ver cuál la tiene más grande. También hay profusión de otras banderas, pensemos en Cataluña o en Euskadi, aquí con menos frecuencia que antaño. Se exhiben banderas en partidos de fútbol o en otros deportes, sean encuentros entre españoles o participe un equipo extranjero. Incluso aunque la mayoría de los jugadores provenga de otras latitudes nada hispanas -por cierto, subsiste la costumbre de visitar a la Patrona de la provincia para que nos dé suerte en la liga que comienza, y allí pueden verse jugadores negros, orientales, magrebíes y hasta judíos.
Es fácil entender que en esta invasión de banderas ha ayudado la tienda del chino. Ahí se pueden encontrar de todos los tamaños y a unos precios imbatibles, y para esas otras de plaza pública con mástil metálico de altura, hay un avispado fabricante de no recuerdo qué provincia que las puede suministrar.
Lo extraordinario es el auge patriótico que implica tanta bandera. Pero desde Napoleón, que yo sepa, ningún ejército extranjero ha hollado el suelo patrio, y Portugal o Francia disponen de otras estratagemas para invadirnos -por cierto, he de averiguar que debo hacer para obtener el pasaporte portugués: al fin y al cabo Portugal es una República y no tiene al Macron ese. Entonces, ¿a qué viene ese fervor patriótico? Pues ni más ni menos que al intento de una parte de la sociedad española de patrimonializar los símbolos para demostrar que la otra porción es menos española o nada española. Vamos, lo que se denomina patriotismo de balcón. Es decir, son patriotas de pacotilla, lucen los colores en las pulseras que adornan sus muñecas o en la cinta del sombrero que les cubre y hasta en la toalla que extienden en la playa. Y los que militan en esa ideología tienen un pase, pero los que no y no tienen suficientes luces como para darse cuenta, son consentidores. En otras palabras, se trata de un trampantojo.
El culmen de estas prácticas lo constituye la jura o promesa de la bandera, para lo que se requiere que hayan pasado 25 años de su jura en el ejército, ser español sin tacha, y poco más.
El próximo 16 de noviembre en Peñíscola se llevará a cabo solemnemente tal acto. Dense prisa pues el aforo está limitado a 500 jurandos, que podrán acudir con dos acompañantes cada uno. Y la última fecha hábil para apuntarse es el 11 de noviembre, cuando ya se sabrán los resultados de las elecciones de Pedro el Bello.
Yo posiblemente me la juegue y espere a ese día para apuntarme, pues si el resultado es el que Pedro se merece es mejor acudir, jurar y volver con el oportuno certificado de asistencia. Por si acaso.
En caso contrario, colgaré de mi balcón la bandera tricolor, que también es española. Por mucho que les pese a algunos.
Y, sobre todo, recuerden lo que decía El Roto en una de sus recientes viñetas: “Si tiras del hilo de cualquier bandera, se deshace el fanatismo”.

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