Una de las grandes ventajas de
viajar es salirse de la rutina informativa. En esta ocasión, además de
olvidarte de un tal Trump, de Tellado, Ayuso o de Abascal, uno visita hermosos
parajes que a veces incluyen lecciones de historia y de humanidad. De vuelta al
hogar, llega el momento de revisar las fotografías y los folletos de los
lugares visitados; si no se hace corremos el riesgo – por lo menos yo – de
olvidarnos de detalles, de nombres y de sitios. Así que hoy vamos a hablar de
una de esas auténticas maravillas que nos ha ofrecido este viaje: Las Médulas,
cerca de Ponferrada y de Villanueva del Bierzo, que dicho sea de paso es una
población interesante, paradigma de la realidad española en cuanto a la pérdida
de población, las casas cerradas y medio caídas y el número tan enorme de
iglesias y conventos que nos hablan de esa España antigua.
Los romanos eran buenos
exploradores y el oro tenía tanto valor como ahora. Se supone que las legiones
que se adentraban por tierras ignotas llevaban hombres y técnicos en diversos
oficios que husmeaban la existencia de oro y otros minerales como el hierro o
el cobre, por ejemplo. Mientras se trazaban calzadas y se establecían alianzas
o se torcía la voluntad de los habitantes de las tierras visitadas, esos
expertos avistaban los terrenos y hacían sus catas, es de suponer. Hemos de
imaginar que el color que tenían aquellas tierras no sería como el de hoy en
día; este color oro lo habrán tomado de los lodos de las montañas devastadas.
Porque los romanos no se andaban con bromas. Hacían sus catas perforando metro
a metro grandes pozos verticales, desde los cuales ejecutaban galerías
horizontales en la cuantía necesaria. Paralelamente habían investigado la
existencia de agua disponible y constante a distancias, a veces, de más de 60
kilómetros. Esa agua había de venir a una velocidad baja que permitiera
almacenarla cerca de los pozos; a veces, por la existencia de montes en el
camino había que perforar túneles y, por supuesto mantener todo el tinglado dispuesto.
Cuando estimaban llegado el momento conducían el agua en su tramo final e
iniciaban el llenado de los pozos y galerías. En este proceso el aire se iba
acumulando en las entrañas de la tierra y ellos dejaban que entrara más agua.
La presión de esa agua contra el aire hacía reventar todo el tinglado de pozos
y galerías y el monte minado se venía abajo provocando unas riadas de lodos y
rocas que se dejaban bajar por unos canales previamente construidos ad hoc.
Otros hombres separaban las rocas, amontonándolas a un lado, y quedaba el lodo
que contenía el ansiado oro. Esta separación era más sencilla, y solo quedaba vigilar
el botín.
Esos hombres que dirigían toda
la operación eran los famosos agrimensores. Digo famosos porque siempre me ha
llamado la atención ese adjetivo tantas veces leído en novelas, principalmente
sudamericanas. Y efectivamente, oficios y carreras de hoy en día, relacionados
con el manejo de la información sobre el terreno, sea el registro, la minería,
etc., vienen de ese término, tan bien sonante: agrimensor, el que mide la
tierra.
Merece la pena la caminata
hasta alcanzar el balcón natural desde donde divisamos un paisaje agreste, de
color oro, donde se puede ver una cartelería completa con dibujos, datos, y
explicaciones sobre el proceso extractivo hasta la puesta en valor para ser
transportado ese oro a la metrópoli, por supuesto, bien escoltado. Hasta tal
punto hablamos de una obra magna que se creó un lago que recogía las aguas ya
no necesarias. Ese lago existe en la actualidad a varias decenas de kilómetros
del yacimiento minero.
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