martes, 31 de enero de 2012

Garzonadas

        En abril de 2010 publiqué, en Euroequipos, este comentario sobre el juez Garzón. Por aquellos días la extrema derecha española había comenzado su particular caza de brujas. Me parece que ahora que se está viendo el caso sobre los crímenes del franquismo, entre el regocijo de toda esa turbamulta de fachas y la impotencia del anterior gobierno que tuvo la ocasión de solucionarlo y no lo hizo, es un momento adecuado para recordarlo.












    Como garzonadas han sido calificados por eminentes juristas varios de los autos del juez Garzón, el más mediático entre los jueces españoles. Otros muchos los han calificado en forma aún más ruda. Los que no tenemos conocimientos del mundo jurídico carecemos de capacidad suficiente como para emitir veredicto alguno. De modo que hay que recurrir a otros baremos. Establecemos comparaciones, vemos quién le defiende y quiénes le denigran. Entre los segundos, encontramos al PP, desde Fraga hasta el último miembro de la ejecutiva, la COPE, El Mundo, La Razón, Intereconomía, etc., en fin, los más conspicuos representantes de la sociedad española biempensante, toda gente de orden, como debe de ser… y nos vamos haciendo una cierta composición de lugar.

Nos acordamos de otros casos garzónicos, como el de Pinochet, el caso Scilingo, el propio Tribunal Penal Internacional. ¿Para qué tendrá que meterse este hombre en jardines ajenos? Pero en este asunto de la memoria histórica, que no es jardín ajeno, sino un jardín devastado, invadido por la maleza y las malas hierbas, donde ya no se perciben los arriates ni  el dibujo originales, lo que me ha llamado la atención en este momento y, por tanto es de lo quiero hablar, es la calificación del nuevo régimen surgido en el treinta y nueve como una sucesión de actos violentos execrables, masacres y gravísimas violaciones de derechos, exterminio premeditado, detención ilegal y delitos comunes. ¡O sea, que eran delitos comunes!

 Hemos vivido siempre en el engaño más atroz, pensando que los exterminados lo fueron por su pertenencia a las hordas marxistas, por su contubernio con sectas judeo-masónicas, por su conducta antiespañola, por poner en peligro la patria, la religión y los valores morales, por matar niños, violar mujeres y asesinar ancianos, por quemar iglesias y reventar conventos, por poner palos en la regeneración moral y política iniciada por los movimientistas del 36, por expropiar las tierras del señor conde, por confiscar fábricas y vehículos, por condenar al hambre y a la degradación al pueblo español, y resulta que lo que siempre ha aparecido como un acto de justicia suprema es ahora un mísero, desgraciado y triste delito común. Es decir que Franco, Mola, Queipo de Llano y hasta Millán Astray, todos esos héroes, vanguardia de la reserva espiritual de Occidente, no son otra cosa que vulgares delincuentes, pura escoria de la sociedad, bazofia, si se quiere. Y ¿esa gente, cuya existencia fue silenciada durante tantos años, cuyas familias vivieron y se perpetuaron sobre una tierra que casi no podían considerar como suya, sabiéndose ciudadanos de tercera, desposeídos de bienes, herencias, derechos políticos, esa gente digo, fue victima de un delito común?

¿Y los delincuentes se quedaron con todo, salieron bajo palio de las iglesias, hicieron y deshicieron a su antojo por generaciones? Empiezo a comprender por qué, alguno, compungido, con lágrimas en los ojos, balbuceaba aquello de, Franco, ha muerto… Lo mismo pensaba que le iba a llegar también el castigo que como delincuente, como malhechor, merecía. Así que, seguramente, aquellos que habían perpetrado el nuevo estado se acogían a la amnistía de la democracia con un suspiro de satisfacción. ¡Ya no nos pasará nada! Estamos a salvo. Y tenían razón, nadie aspiraba a que les pasara nada, aquella amnistía no tenía un espíritu vindicativo, y por exceso de posibilismo, de mero cálculo político, de no querer molestar a nadie, ni a militares ni a civiles, se hizo tabula rasa de lo que pasó años atrás. No estaba pensada para encontrar culpables, ni para enjuiciar a nadie, pero se debía de haber utilizado también para hacer la luz sobre unos hechos que no debieron ocurrir, para que nadie se sintiera hijo, nieto, sobrino de unos apestados históricos y pudiera saber, simplemente, donde habían sido arrojados sus restos, como si fueran perros sarnosos después de la carnicería.

Y ahora, los albaceas de aquél régimen, los que se proclaman de la Falange, de la Hermandad del Valle de los Caídos -¡qué ironía!-, los herederos políticos y naturales del sangriento movimiento nacional quieren campar otra vez por sus respetos y de paso invalidar la causa incoada contra el mayor sistema de fraude público que se ha conocido en democracia alguna.
Claro está, lo calificarán como una garzonada más, como pura filfa. Y entretanto, un estado de derecho mira para otro lado sabiendo que en cunetas y barbechos hay miles de enterramientos ilegales.




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