miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cetrería





Imagina, estimado lector, esta imagen: nuestro hombre es, cuando menos, un noble; la época, medieval; caballero en su corcel, con el guantelete de cuero en la siniestra, del que va y viene, obediente, el halcón fiero; tensa la brida en la diestra, gozando de sus posesiones y cobrando las piezas que pueblan sus aires y sus tierras. Porque, en efecto, puede cobrarse un gazapo o una torcaz, pongo por caso. Nada sabemos de lo que se hace con lo cobrado. Podemos suponer que un peón lo desplume o desolle, según la ocasión, y, luego se lo lleve, en premio, a su propia y humilde morada.

Imagina ahora esta otra: un pobre campesino chino, en camiseta, bajo su sombrero cónico, en su pequeño chinchorro, junto al bancal de arroz que le sirve de sustento, esperando paciente mientras el albatros –o la clase de pelícano que sea- se sumerge constantemente para volver a la superficie con algún pez que no puede tragarse, debido a la argolla que le ha sido diestramente colocada al extremo de su cuello; pez del que es despojado, que quedará en el fondo plano de la barca, al mismo tiempo que el ave es empujada, sin miramientos, otra vez al agua, para otra inmersión que el chino esperará igual de productiva.

Ambas actividades hablan, alto y claro, de la capacidad humana para domesticar ciertos animales, usándolos en la caza de otros, sea para solaz o para alimento.

Claro, hay diferencias entre una y otra actividad: la una se celebra siempre en tierra, la otra en el agua; las piezas cobradas son, también, diferentes; el noble se entrega a su afición, el chino completa su dieta alimenticia…

Por eso, la una no tiene nombre, en tanto la otra es el noble arte de la cetrería: ¡a dónde vamos a ir a parar! Pero también, esta otra nos lleva a la vieja Europa y aquella a la pujante Asia. ¿Tendrá esto algún significado?

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