Normalmente,
se habla de estados fallidos para referirse a aquellos que no han sido capaces
de consolidarse; estados o países que no han podido estructurarse
adecuadamente, que no consiguen proporcionar a sus naturales aquello que vemos
en los estados plenamente desarrollados: una carta de derechos básicos, una
protección al ciudadano bajo leyes justas, una organización administrativa
efectiva, educación, sanidad, desarrollo de la cultura en estadios mínimamente
aceptables…en definitiva, el abrigo y el apoyo que el ciudadano encuentra en
los países a los que estamos acostumbrados. En esos otros países, por el
contrario, rige el poder del más fuerte, y la ley y la justicia, son,
simplemente, conceptos vacíos de significado alguno.
Por
otro lado, existen países donde todo está reglado hasta el más mínimo detalle,
donde todo funciona con una precisión cronométrica, y digo cronométrica porque,
entre las distintas formas de medir la precisión, es la medición cronométrica –la
del paso de la vida o esa cosa que llamamos tiempo, tan difícil de definir- la
que ha servido de base para una industria que ha dado pingües beneficios a los
naturales de uno de esos países: sí, exacto, me estoy refiriendo a Suiza; ese
pequeño, pulcro, particular país de los Alpes, del que nadie conoce a su
presidente ni al partido en el que milita, que no pertenece a alianza o
asociación alguna, que no ha participado en guerras ni ha sido invadido, que
descuella en ciertos sectores industriales aparte de la relojería de lujo, en
el que la circunspección parece ser la virtud de sus nacionales, ese país digo,
que ha alcanzado un nivel de bienestar y desarrollo constantes a través del
tiempo, que son la envidia del mundo entero.
Y,
¿qué tienen en común esos estados fallidos y esta Suiza que tantas alabanzas
nos provoca? Pues sí, han acertado ustedes otra vez: el dinero. O bien, la
falta de dinero en unos y la abundancia del mismo en la otra. ¿Del mismo?
¿Estamos hablando del mismo dinero? Pleno, de nuevo. El dinero que sale de esos
pobres países fallidos es el mismo que llega a Suiza.
España
no es, obviamente, un país fallido; ni lo es ni lo será. Aunque, para algunos,
este asunto no debe de estar tan claro, pues se comportan como los naturales de esos estados fallidos,
transfiriendo a Suiza –y a otros paraísos fiscales, para ser más exactos-
ingentes cantidades de dinero, que permanecen a salvo del fisco español.
Veamos:
hace unos días se podía leer en el diario económico Cinco Días, la noticia de
que la consultora Booz & Company estimaba que en Suiza hay 287.935 millones
de euros –algo así como el 25% del PIB español, para que nos vayamos haciendo
idea- en activos financieros opacos (o sea, que no se puede conocer a sus
titulares) de clientes españoles y portugueses, a finales de 2010. A esta cifra
habría que añadir –continuaba la citada consultora- el dinero negro español que
podría estar radicado en Andorra y Liechtenstein, territorios preferentes de
los grandes patrimonios y corporaciones nacionales. Este cálculo nace de una encuesta
realizada entre gestores de banca privada suizos También se recoge que estos
clientes pagan más por la gestión de este dinero que los inversores con nombre
y apellido.
De
modo que añadan ustedes los fondos radicados en otros paraísos fiscales y podrán
hacerse una idea del montante del dinero español fuera del alcance del ministro
Montoro.
Hoy,
la EPA nos ha soltado el bofetón de que, cada día, 4.000 españoles perdieron su empleo durante el primer trimestre del año. Me ha parecido oír también, en una tertulia
radiofónica, a una tertuliana quejándose amargamente del hecho de que haya
parados que, cobrando 426 euros al mes, se dediquen a hacer chapuzas.
Me
pregunto yo si serán estos defraudadores los que envían su dinero a Suiza.
Y
creo que nos debiéramos preguntar todos, hasta cuándo se va a seguir
consintiendo la existencia de estos estados tan poco fallidos.
Pleno
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