lunes, 14 de noviembre de 2011

Inocencia





No había una muchacha más deseada que ella. Su fama trascendió el ámbito de aquel poblado que, de rebote, empezó a crecer y crecer. Nadie sabía a ciencia cierta de dónde provenía ni tampoco quién la había traído; se suponía que no era natural de allí, pues se la habría visto crecer y su belleza no habría pasado desapercibida. Sea como fuere, su fama traspasó montañas y cruzó los valles. No llegó a cambiar el curso de ningún río pero sí el de las caravanas que pasaban por la región. Hubo quién afirmaba que las mismas demoraban tiempo extra por aquella parada que antes no se hacía.
Era desde luego algo extraordinario, a juzgar por los testimonios de quienes habían tenido la suerte de conocerla: su belleza rompía todos los cánones, su piel delicada, su cabello sedoso y negro, su porte distinguido…pero, además, su entrega. Aquí tampoco había discrepancias. Ponía el mayor empeño, como si fuera la ocasión ideal que un ser humano puede esperar en toda una vida. Por ello,  no es descabellado afirmar, como se dice al principio que su fama se extendiera como una llama que devora un bosque de yesca.
Así, no sorprenderá que la mañana en que fue encontrada llorando desconsoladamente, sus propias compañeras, las diarias testigos de su alegría infinita, no pudieran salir de su asombro. Antes de que las lágrimas anegaran su cuarto y rodaran en cascada escaleras abajo, llamaron a la responsable, que subió con la alarma propia del caso y le preguntó, al verla en aquél estado:
-  Pero, mujer, Inocencia ¿qué te pasa?
A lo que ella respondió, hipando:
-  Es que anoche me enteré de que las otras cobran.
Y siguió llorando, desolada.





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