Fue
primero Ramón J. Sender, en 1968, quién se ocupó de aquél hijo de Oñate, rengo
y de mal carácter. En su La aventura
equinoccial de Lope de Aguirre podemos seguirle, desde el golpe de mano
contra Ursúa, hasta la consumación de su delirio y su muerte a manos de sus
hombres; el trayecto vital de una ambición despiadada y, en cierta medida, el
anticipo en casi doscientos años de lo que harían los libertadores
hispanoamericanos.
Después,
en 1972, Werner Herzog retomó el personaje, poniéndole el rostro de Klaus
Kinski: su película se tituló Aguirre, la
cólera de Dios. Recomiendo ambas dos, la película y la novela.
Viene
esto a cuento –como algunos de ustedes ya habrán adivinado- a propósito de ese
movimiento, incipiente pero firme, que se viene observando entre las familias
políticas de la derecha española. Ese conglomerado que se ha mantenido bien
cementado, desde el centro derecha hasta la extrema derecha españolas, puede
estar en vías de disgregarse, a semejanza de lo que ocurre entre los
progresistas de este país.
Esa
mujer de sempiterna mueca, tan difícil de definir como la de la Gioconda –aunque a algunos les parezca una sonrisa-
puede convertirse en el recambio de ese otro personaje gris, blando y falsario
al que tenemos por presidente. De momento, se ha limitado a sugerir la
implantación de la pena de muerte para los arquitectos, dado que su obra les
perdura. ¿No se le habrá ocurrido considerar que, a veces, también, los
políticos duran menos que sus actos?
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