Gracias
a los pretendientes a inmigrantes subsaharianos –todavía deberíamos llamarles emigrantes, pues están
en tierra de nadie- nos hemos enterado del nombre de uno de esos peñones que
tenemos en la costa marroquí (¿no podríamos llegar a un acuerdo con el primo del rey y vendérselos?), últimos vestigios de nuestra época colonial.
Hemos
podido ver el desalojo con nocturnidad y alevosía –sin viento fresco de
levante, esta vez- de esas pobres personas, para contemplar, a continuación, su
deambular inmisericorde por el paisaje marroquí.
Médicos
sin Fronteras, el Comité para la Ayuda a los Refugiados y otras organizaciones que se
preocupan de estos casos nos cuentan que han sido vejados, golpeados y
perseguidos, quizás llevados ante la frontera argelina para que se busquen allí la vida, a sabiendas de que también serán expulsados de ese país.
Cierto,
nosotros no tenemos la culpa, no les hemos invitado a nuestra fiesta y ni siquiera se sabe si habrá sitio para todos los que ya hemos llegado a este banquete. Pero
son personas. De otro color, pero personas.
Y,
como dice mi amigo Luís, ateo confeso y anticlerical acérrimo, ni los del
turbante ni los de la sotana han dicho una palabra. Y que lo único que les
preocupa son las cuestiones relativas al sexo y al sometimiento de los
parroquianos. ¿Será cierto?
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