Este artículo ha aparecido en la revista OP Machinery, en el número de abril de 2019.
Países
vecinos
La
entrega de unos premios internacionales ha reunido en Madrid hace
unas semanas, en lo que viene a ser la decimosexta vez que se
encuentran, al presidente de la República Portuguesa con los Reyes
de España. Esto ha sido aprovechado por la prensa para resaltar la
bondad de las relaciones entre los representantes de ambas
instituciones, sin excluir a la Reina. Estas relaciones se han
cimentado a través de las ocasiones en que han podido estar juntos,
se supone que debido al carácter abierto y llano de Marcelo Rebelo
de Sousa -que así se llama el Presidente portugués-, su fama de
buen conversador, su extensa cultura y su gran formación; no en vano
es el personaje político más popular en su país. Y se señala que
dichas buenas relaciones se han desarrollado a pesar de la diferencia
de edad entre unos y el otro. Relación, como se dice más arriba, no
excluye a la Reina, con la que el presidente portugués ha congeniado
extraordinariamente, dadas las varias aficiones que les unen.
Los
portugueses tienen un refrán sobre el vecino peninsular: De
Espanha, ni bon vento ni bon casamento, que
no precisa traducción, y
también sabemos que solo se
puede odiar, despreciar, temer, al vecino. Nadie
se
enfada con alguien que esté
lejos, a quien no se conozca.
Y Portugal y España tienen
siglos de historia común, tantos siglos como historia propia. Y
hasta han
compartido
estado. Pero imaginemos por un momento cómo hubiera sido la
evolución histórica de la península -sobre
todo desde una óptica no sumisa al centralismo peninsular- si
Felipe II, en vez de trasladar la corte a Madrid (ese poblachón
manchego,
que dijo Umbral)
hubiera esperado unos años y
la hubiera llevado a Lisboa.
Una capital, Barcelona, para
el Mediterráneo, y la nueva, Lisboa, abierta al Atlántico, a
América, a Europa, a todos
los vientos; si
se hubiera constituido entonces un estado multinacional, como España
es hoy, quizás
los portugueses no hubieran sentido la necesidad de sacudirse el
yugo español. Quién
sabe!
En
todo caso, ha habido en
ocasiones voces portuguesas en favor de una más íntima relación
con España; la última, que yo sepa, la de José Saramago, el gran
escritor y Premio Nobel de Literatura, que
abogaba por la construcción de un único estado ibérico.
En cualquier caso, la pertenencia de ambos países al espacio común
europeo no ha hecho sino acrecentar las relaciones entre España y
Portugal, empezando por las económicas, aunque, a veces, haya dado
la sensación de que hemos llegado allí avasallando, como llega un
vecino nuevo rico.
Pero
me gusta pensar en ello. Admiro -creo que se nota- a Portugal, que en
múltiples
aspectos tiene mucho que enseñarnos. Me gusta su historia, pensar
cómo un pueblo tan reducido fue capaz de surcar los océanos en
todas los vientos
y abrirse a los tres continentes ajenos,
discutiendo
la supremacía española en la nueva América.
Y tras la Revolución
de los Claveles,
encarar una nueva etapa que incluyó la asimilación de más
de medio
millón de retornados de
Angola y Mozambique al producirse la independencia
de esas colonias, un
hecho que si
bien se piensa no era baladí,
ya que la mayoría de estos
retornados eran étnicamente portugueses, pero africanos de tercera o
cuarta generación. Comparado
con el caso español, con nuestra tan
cacareada
transición,
si miráramos un poco hacia el vecino concluiríamos que ellos sí
que hicieron una gran transición, despojándose
del viejo régimen y creando de
la nada un nuevo estado democrático, sin reminiscencia alguna del
anterior, no como pasó aquí,
donde tantos
efectos perniciosos se
mantienen en el tiempo, como
podemos observar hoy mismo con el enojoso
asunto del valle
de los caídos.
Y todo ello
sin sangre y convirtiéndose
en un país serio, trabajador y ordenado.
Y
quizás hoy, en vez de monarquía, tendríamos un presidente de la
República como Marcelo Nuno Duarte Rebelo de Sousa.
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