viernes, 6 de octubre de 2023

Lampedusa





Hará más de treinta años que conversando con un amigo hispano francés – ¿recuerdas, Manuel?- acerca del creciente problema con los magrebíes en Francia, yo le decía que la única manera de impedir el flujo de africanos de cualquier origen hacia Europa era el uso de los cañones, los barcos y la aviación; con esto quería señalar, obviamente, que no hay ninguna solución como no sea la de conseguir frenar ese flujo en su origen. Nadie – y los españoles lo sabemos muy bien, quizás mejor que nadie- se va de su país con el objetivo de molestar y aprovecharse de los habitantes del lugar elegido. La emigración se produce para encontrar una vida mejor que la que nos ofrece la patria: no hay otra explicación. Y en las patrias del sur global hay unos crecimientos vegetativos que hacen esa escasez cada vez más apremiante: de un lado cada día hay menos medios para sobrevivir – los europeos hemos contribuido como nadie en ese expolio - y del otro lo que queda hay que repartirlo entre más candidatos; por tanto hay guerras y revoluciones para conseguir el poder, sea para hacer más ricas a las minorías o bien para tratar de que las mayorías sean menos pobres. ¿Qué otra razón impulsa a esos cientos de miles de jóvenes africanos en busca del bienestar europeo, empleando el último chavo familiar y jugándose la vida en viajes de meses o años para enfrentar el paso del Mediterráneo a bordo de esas embarcaciones cuyo hundimiento es de una muy alta posibilidad?


Hace decenas de años también, Lampedusa no era otra cosa que el apellido de aquél Giuseppe Tomasi di Lampedusa que escribió “El gatopardo”, cuyo personaje vimos interpretado por Burt Lancaster en la película de Visconti. De eso nos quedó aquella sentencia: “que todo cambie para que todo siga igual”, es decir, hagamos como que sí, que nosotros ya nos encargaremos de que no lo sea. Aquella política les sirvió a los antecesores de Giuseppe para mantener su status, pero es harto difícil que nos sirva a nosotros en nuestra coyuntura.


En resumen, si no se logra que los africanos se queden en sus casas porque tengan medios de vida aceptables, seguirán viniendo en cantidades crecientes. Y para que su calidad de vida mejore adecuadamente seremos nosotros, los europeos, quienes tengamos que financiar ese proceso de mejora. Allí, no aquí.


Aquella isla propiedad de la familia Tomasi, que vivía feliz en Palermo es hoy el enclave europeo más cercano a África, tanto a Túnez como a Libia. Túnez es un estado colaborador, pero Libia es un estado fallido desde que decidimos cargarnos a Gadafi, (recuerden que le regaló un magnífico caballo a Aznar, ¿por qué sería?) y allí se juntan los que vienen del África negra más los de Siria y demás países del Próximo Oriente. Las mafias se están poniendo las botas fletando embarcaciones que a veces ni siquiera llegan a Lampedusa, que tiene una población de refugiados en espera de que pasen a Italia para desde allí devolverlos a Libia, dos o tres veces mayor que la propia población de Lampedusanos. En la isla llegará el momento en que no quepa una persona más y antes tratarán de llegar a Malta, siguiente peldaño en la escalada y luego a Sicilia (a 125 millas) con la que hay un servicio de ferrys que parte de Puerto Empedocle, a tiro de piedra de Agrigento, patria chica de Andrea Camilleri, el creador del Comisario Montalbano. Estar ahí es como estar en Europa. Y la presidenta italiana Meloni, que lo sabe muy bien, no tiene otra idea que en Italia pasen el menor tiempo posible, que la estancia no sea onerosa y que continúen su viaje al norte.


Es preciso recordar que el primer viaje del Papa Francisco – si, hombre, ese del que los que se dicen católicos aseguran que es comunista – fue precisamente a Lampedusa, tras un terrible naufragio.


Y entretanto, ¿cuánto tardará esa presidenta de Italia en pedir la puesta en marcha de aquella política de la que hablábamos hace años? Es extraño que aún no lo haya planteado.


O, ¿Haremos que todo cambie para que todo siga igual, una vez más?











 

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