jueves, 7 de julio de 2011

San Fermín


     Permítanme, en esta señalada fecha, reproducir aquí un texto basado en los Sanfermines de 2009, como nuevo homenaje a esa grandiosa fiesta, ya publicado en Euroequipos en noviembre del mismo año.
        Si acaso, renuevo la apuesta sobre la vigencia de la música de la Cosa Jackson, sólo que en vez de poner una década de plazo, voy a reducirlo a un lustro. Han pasado dos años y ya parece que habláramos del siglo pasado.


    

   El primer recuerdo que yo tengo de San Fermín e incluso de Pamplona es un viaje que un tío mío realizó en tal fecha a tal ciudad con ocasión de una de las pocas veces que, ya de mayor, volvió desde el Vermont donde hizo las américas, hasta la casa natal de mi abuela Petra Rubalcaba en La Cavada. Recuerdo que viajó con alguien más de la familia en un Panhard que había alquilado en París para su periplo veraniego en España. Debía de correr el año 51 o 52 del siglo pasado. Aquello ha supuesto para mí la constatación personal de que ni Hemingway ni San Fermín eran mitos sin fundamento.

   Después, como tantos y tantos, he estado en San Fermín en un par de ocasiones, pero en este año de 2009, he vuelto a estar para entender la fiesta de otra manera, creo que de la única manera posible y con sentido, la que tiene significado para los pamploneses o pamplonicas, que ambas acepciones son correctas. Porque cuando uno visita una ciudad o una fiesta, y sobre todo, la fiesta por antonomasia, la del viejo Ernest, lo normal es perderse el significado y el por qué de las cosas y quedarse con lo meramente anecdótico, engullido por el ruido, la multitud y el exceso. Pero en esta ocasión, como digo, debido a la amabilidad de mi amiga Kontxi, su familia y sus amigos, he conocido la fiesta desde adentro, como la conocen ellos y como la sienten ellos.

   Viendo cómo el pamplonica acude al acto del chupinazo, impoluto aún, con el blanco de las camisas de tela, cada vez más sustituidas por las camisetas, ya casi nadie con alpargatas sino con deportivas, mas todos con la faja roja y el pañuelo en la muñeca que pasará al cuello cuando suene el cohete. Acudiendo después a ver el recorrido, desde el Ayuntamiento hasta la iglesia de San Lorenzo, bajo los sones cien veces repetidos del vals de Astrain, especie de mantra que pone en trance a los participantes y cuyo grito del “Riau-Riau” nunca agradeceré lo bastante, contrapunto de otros sones que en esos mismos momentos, entierro mediático de la cosa Jackson, enfrentaba dos modos bien distintos de entender la música. Una cosa les apuesto, y es que dentro de otros cien años, en Pamplona, se seguirá cantando y bailando al ritmo de Astrain, y nadie en el mundo, dentro de diez, reconocerá la música y menos el baile de contorsionista del negrito americano, que siempre me recordará a Chiquito de la Calzada. Aunque debo reconocer que lo que sí me gustaba de la cosa eran sus uniformes circenses y sus calcetines blancos. ¡Creo que la humanidad nunca se lo agradecerá bastante!

   Pero volvamos a la fiesta. Por la mañana del día del Santo, el encierro. Desde un balcón de la Estafeta, uno puede seguir todos los momentos estelares: Cómo se vacía la calle de personal, se limpia pulcramente, se acordonan las entradas y se revisa que todo esté en orden. He de confesar que me parece innecesario que esta visita de inspección esté presidida por la máxima autoridad municipal: Ya sabemos cómo las gastamos los españoles con los políticos, unos aplaudiendo y otros pitando. Enseguida, la calle vuelve a llenarse con los que llegarán primero a la plaza, y, de repente, un clamor y pasan los toros, entreverados con los corredores y a uno no  le da tiempo a ver nada. Me recordó a la Vuelta a España, una hora esperando para verlos pasar velozmente, sin apenas tiempo para aplaudir.

   Luego, ver la procesión del Santo donde acuden diversos estamentos ciudadanos, con los maceros y toda la parafernalia, los gigantes y cabezudos y la sobria elegancia de la corporación en pleno. Hermoso desfile que contemplamos desde un balcón de la calle San Antón, cuyos moradores nos han abierto los brazos y nos obsequian con una maravillosa chistorra y un ajoarriero para no olvidar, entre otras viandas. ¡Lástima que luego haya que comer! Tras un poco de siesta, la corrida. La de toros, me refiero. Se repiten los silbidos y los aplausos a la alcaldesa y unos se dedican a ver los toros y otros, los de las peñas, a lo suyo, cantar, bailar, y a partir del tercer toro, merendar. Estoy seguro que los más de esos tendidos lo mismo podrían haber merendado en una chopera. Se habrían evitado el sol.

   Y hemos de hablar de los sanfermines, pero no en el sentido en el que habitualmente se hace, como conjunto de días en los que se corre la fiesta, sino en la variedad de formas en que cualquiera de ellos se desarrolla. Podemos hablar del sanfermín de las hordas de neozelandeses, australianos, ingleses, americanos, etc., que vienen con su paquete de avión, camping y autobús y la preconcebida idea de alcohol y juerga desbocada; otro, o quizás una  variante del mismo, sería la gente española que puede poner más acento bien en el alcohol, bien en la juerga;  pero el que más me interesa y quiero destacar, es del pamplonica de toda la vida, que respeta las tradiciones, incluidas las de la fiesta, que sabe lo que hace y por qué lo hace, que le gustaría que hubiera menos bullicio y más respeto, que acude a las procesiones, con o sin sentido religioso, que dosifica sus fuerzas a lo largo de la semana y que soporta con resignación la invasión anual de su ciudad, sin un ápice de pérdida de esa hospitalidad navarra que yo he podido apreciar en esas horas en que la he disfrutado. A esos que he tenido la suerte de conocer, muchas gracias.



  

   

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