El gran día, el día
definitivo. La fecha más esperada. El momento en que se cumplirán nuestros
sueños.
¡Cuánta
belleza! ¡Qué emoción! Imaginen el recinto entero teñido con los adorados
colores, decenas de miles de gargantas emitiendo el grito ritual, haciendo que
una nación entera se estremezca, logrando que los recios pechos patrióticos
palpiten vibrantes, henchidos de emoción; más de una lágrima desbordará los
párpados más sensibles y todos a una, al viento, al viento del pueblo,
entonarán la canción que es un clamor anhelante de libertad y de justicia.
Eso
será el domingo día siete, a partir de las ocho de la tarde, cuando el azar
federativo enfrente a los dos equipos más representativos. Yo no lo veré, no
acostumbro. Y no es que no me guste el fútbol, no, lo que me pasa es que hace
tiempo que estoy harto de esos dos, que acaparan titulares, dinero y fama.
Prefiero ver un Mérida-Albaceteño, pongo por caso y prefiero que gane siempre
el contrario en todos los partidos que aquellos diputan, los internacionales
incluidos.
Y
cuando juegan entre sí, lo que me pide el cuerpo es que todos sus jugadores,
todas sus estrellas, resulten lesionados –sin dolor, eso sí- para un período
mínimo de tres o cuatro años. A ver si con eso se logra que haya un poco de
igualdad en esa liga que algunos llaman de las estrellas.
¡Ah!,
se me olvidaba, ¡Aúpa el Racing!
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