En
los tiempos de Casius Clay, Sonny Liston y George Foreman, y aún antes, era tal
el predominio de los campeones de color, que siempre que aparecía un aspirante
blanco –aunque fuera un paquete- se convertía, automáticamente, en la gran
esperanza blanca.
Ahora,
ahogados como estamos por esta oleada de políticas neoliberales que está
arrasando con todo, cualquier voz que suene diferente se nos antoja una gran
esperanza blanca.
Lejos
de mi intención tildar a François Hollande de paquete, como a aquellos luchadores blancos. Y menos, por
comparación con estos campeones negros –o negreros- que tenemos ahora, pues nunca
una operación de marketing electoral cosechó resultados tan espectaculares ni
se desinfló con tal celeridad como la que aupó a los que ahora nos gobiernan. Pero
nos hace falta, como el comer, alguien que
aporte aires nuevos, que se enfrente a la Doña
y que propicie una política de crecimiento en paralelo a la de consolidación fiscal,
antes de que nos vayamos todos al hoyo.
Y
lo curioso del caso es que no estamos hablando de la gran esperanza blanca de
la izquierda, pero pienso sinceramente que la llegada del señor Hollande será
saludada con similar entusiasmo por todas las tendencias del arco
parlamentario, y estoy seguro de que el mismo Rajoy reza para que ganen los
socialistas en Francia, aunque, como es lógico, no pueda decirlo; François
Hollande, en un país del peso de Francia, puede hacer mucho por otra política
que es tan posible como necesaria. Entretanto lo que resulta patético es ver a
Sarkozy, como gato panza arriba, tratando de arañar votos a diestra y
siniestra.
Histriónico,
como es él.
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