sábado, 4 de junio de 2011

El don del Nilo

  

          Lo que viene a continuación es la crónica de un viaje por Egipto en la Semana Santa del 2009. Así lo vi, así lo escribí y así se publicó; qué lejos de la realidad que hemos conocido recientemente. Pero precisamente por eso, lo someto ahora a ustedes.






         Esta Semana Santa he estado en Egipto. Es una de las cosas buenas que tiene escribir para esta revista: no te impide viajar a ningún país. Por contra tampoco te paga ningún viaje, claro. Así se instaura una relación biunívoca de libertad.

         El viaje ha colmado ampliamente todas mis expectativas. Había refrescado mis remotas nociones sobre el arte faraónico, pero disfruto ahora de una forma distinta de ver los bajorrelieves y la escultura. El naturalismo que exhalan es como un soplo de aire fresco, muy lejos del consabido hieratismo que yo les atribuía como característica especial. Por  no hablar de pirámides, esfinges, obeliscos o templos.

         Me ha interesado sobremanera el país en sí. Desde el Mediterráneo hasta Abú Simbel hay casi mil quinientos kilómetros de río, que da sentido al país, que es el país, que es el río por antonomasia, con una margen derecha como un vergel y una margen izquierda donde el desierto, en muchos lugares, besa el agua. Un país de borriquillos y camellos, de fellahs que obtienen tres cosechas anuales, de atosigantes vendedores que no rehúyen salir en las fotos, incansables también por sacar al turista una última moneda más, de amaneceres radiantes y ocasos de ensueño, trufados de faluchos con su vela latina al viento septentrional, de gente abierta y eterna sonrisa, un país de ochenta millones de habitantes con una tasa de crecimiento vegetativo que pronto le llevará a los cien, un país donde la presencia de la policía y el ejército es una constante, aunque uno se consuele pensando que los terroristas serán tan poco diligentes como los guardianes de la paz.

         Es un país, en suma, inmenso, pero con la población concentrada en el valle del Nilo y en el Delta, con unas altísimas densidades de población. Pero también, un país de gran importancia geoestratégica, que alberga el Canal de Suez, por donde cruzan al año 18.000 barcos que dejan 6.000 millones de dólares anuales, comunicando el Mediterráneo con el Mar Rojo, y éste, por el golfo de Adén, con el Indico. Con riveras tan conflictivas como Yemen, Somalia, Sudán o Eritrea. Con un gobernante de ochenta y seis años al que parece que sucederá su hijo, apoyado en el ejército –como en Siria-. Un país en permanente y latente conflicto con Israel, de quien es enemigo histórico, pero con quien comparte los mismos intereses por la estabilidad de la región, intereses  a los que no es ajena Europa. Que tiene por occidente frontera con la Libia del Coronel Gadafi, que tampoco debe ser un vecino cómodo, pero con la ventaja del común desierto entre ambos. Con disputas por los derechos del agua con no menos de siete países aguas arriba. Con un proyecto de canal para irrigar enormes extensiones de desierto, usando las aguas embalsadas del lago Nasser, que contienen el fértil limo. Limo que ya no tienen las aguas de Asuán hasta el mar, y que obligan hoy a un cultivo menos natural, con fertilizantes químicos, enfrentándose a próximos problemas de salinidad. Un país, en fin, viejo y joven a la vez. Viejo porque siendo el extremo occidental del fértil creciente, ha sido una de las cunas primeras de la civilización, y joven porque lo son  sus gentes, con su carga típica de subdesarrollo, crecimiento y superpoblación.

         Un país donde hay una minoría, exigua, de judíos y otra, más representativa de coptos,  que ya no tienen la importancia de antaño, ambos con sus templos respectivos abiertos y en uso. Y donde el islamismo deviene día a día no sé si más extremista o más tradicionalista. Y donde hay una etnia no árabe, la nubia, de la cual nuestro guía dijo que cuando estaban solos hablaban su propio dialecto; a lo que uno de Terrassa, que estaba a mi lado, señaló: !home …, com nosaltres!. 

         En fin, es lo que me ha llamado la atención de este gran país; los puntos de interés, las rutas, los cruceros, el Museo Egipcio, etc., se encuentran en cualquier guía de viaje. Pero otra cosa impagable sobre Egipto es la lectura de El Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, cuatro novelas que suman unas mil quinientas páginas, y que aparte de su enorme valor literario, anticipa premonitoriamente alguna de las cuestiones que hemos comentado más arriba. Y navegar por el Nilo, deslizarse blandamente por sus aguas, llenarse de sus orillas, de sus paisajes, es una experiencia inolvidable. Como un viaje de novios. Así lo ha sido también para mí y para mi mujer, treinta y seis años después del primero.


José María Pozas, mayo de 2009

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