domingo, 5 de junio de 2011

Eliacel




   



Los turistas se dan media vuelta donde la caseta de los guachimanes(*). Un cartelón  de madera, colgando de un poste, lo advierte bien a las claras: “Está usted abandonando la zona vigilada del complejo”. Si hace caso omiso, el lector encontrará enseguida un camino, carretera estrecha, que serpentea en paralelo a la costa, ora junto a ésta, ora junto al límite impreciso que señala el comienzo del manglar. El suelo, de la arena sin polvo de la caliza coralina, va pasando del blanco al verde, conforme se acerca tierra adentro, a medida que la vegetación lo va cubriendo. El lector puede gozar también del blanco en la espuma del arrecife, del azul en el agua, del esmeralda en la playa, del azul lechoso del mediodía sobre su cabeza, y otra vez de los tonos del verde en la vegetación exuberante del manglar. El sol en lo alto arranca destellos al pasar por entre los cocoteros y recalienta la arena del suelo. Sólo la brisa que viene del mar trayendo los aromas intensos de la sal y del yodo es capaz de hacer soportable el paseo, refrescando el ambiente.
El caminante va a buen paso, llenándose de colores, olores y vientos. Sólo desea, para darse la vuelta, llegar a algún punto distinto que rompa esta hermosura. Un recodo del camino desde donde se puedan observar otros horizontes. Tiene idea de haber visto un mapa donde aparecía un brazo de mar, o la desembocadura de un río, no lo sabe a ciencia cierta. Caminando, imagina un río en aquellos parajes, que traiga las aguas de las lejanas montañas y drene las del manglar. Por fuerza, ha de ser un río caudaloso, de aguas fangosas y turbias, fluyendo espesamente, con esa determinación mineral que muestran los ríos en su último tramo. Será un río sin riberas, con unas orillas bajas y frondosas, como si quisieran darle sombra. Ve los pequeños remolinos que se forman en la superficie, yéndose y desapareciendo con la corriente, las canoas que lo surcan, largas  y estrechas, impulsadas por un fueraborda y gobernadas por pescadores de piel curtida, sombrero ancho de paja, pantalones cortos y sandalias de goma...
Pero al rato, lo que ve entre unos árboles, es una casa, mejor dicho dos, una de ladrillo y otra más pequeña y vieja de madera.
Eliacel dice tener ocho años. Debe ser cierto, por el bulto y porque a esa edad las mujeres no tienen motivos para mentir. Vive en la casa de ladrillo, la otra está vacía y abandonada, y su papá cuida de los cocoteros, que pertenecen, como todo lo demás, a los Valdeses. Según cuenta, no es bueno estar debajo de los mismos cuando hay viento fuerte, pues si te cae un coco encima, te desbarata. Su mamá sufre de presión y cuando la tiene muy alta se pone a morir, pobrecita, y Eliacel debe cuidarla y hacer la comida. Su papá tiene dos caballos y dos burros y una marrana con lechones que todavía andan a la teta. Comen el fruto de las palmeras. Ya lo dijo Juan Luís (*): ... las palmeras son más altas y los puercos comen de ellas... recuerda el caminante.
Eliacel tiene la piel color chocolate, y en las rodillas unas postillas muy recientes, con tonos violeta en los bordes. El caminante no se preocupa; parece tener excelente encarnadura. A Eliacel le gusta que el caminante comente lo bonito que es su nombre, y metida a confidencias, le cuenta a éste, que teme al chupacabras y a las serpientes que se tragan enteros a los niños y habitan en la espesura del manglar. Cuando piensa en eso, en las noches, se pone temblorosa, pero de día no tiene miedo.
El caminante quisiera quedarse más tiempo con Eliacel, pero debe volver. También quisiera darle un pequeño obsequio, pero no lleva nada encima, ni banal ni de valor, que pueda ofrecerle. Le ofrece un beso y ella lo rechaza. Se despiden haciendo adioses con las manos.
El encuentro le ha dejado un sabor agridulce en el corazón. Al cabo de un rato, cuando de nuevo divisa la caseta de los guachimanes, va pensando en el beso que le ha sido negado. ¿Será también, en esas espesuras, el cariño un bien tan escaso que la pobre Eliacel no esté acostumbrada a esos lujos? Se consuela pensando que Eliacel también se acordará por unos momentos de él, y se arrepentirá de no haberle besado.



(*) Guachimán: del inglés, watch  man, vigilante.
(*) Juan Luís Guerra, músico dominicano.



Recuerdo de un paseo, con mi mujer, por la costa en República Dominicana.





              




2 comentarios:

  1. Estoy casi segura de que de todos los turistas que hayan ido a la República Dominicana pocos habrán tenido la oportunidad y/ó la curiosidad de conocer a Eliacel, entretenidos con la gran variedad de actividades que se ofrecen en esos maravillosos complejos hoteleros y disfrutando de las paradisíacas playas desde sus hamacas, así que consuélate con haber sido una de las pocas personas que aunque sea por un momento hayan podido interesarse por ella, eso vale mucho más que un beso...

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    1. Tienes mucha razón, y yo añadiría que -si se sabe mirar- en todas partes hay cosas y, sobre todo, personas interesantes y dignas de nuestra atención.

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