sábado, 4 de junio de 2011

La patera





 I


        

           Había venido, como tantos otros, arrastrado por la esperanza de  una vida mejor. Dejó a sus espaldas, en su pequeña aldea rifeña,  familia, amigos, los sueños de la niñez.
         Por la noche, en el camastro del barracón, cuando se sentía bien y no estaba demasiado cansado, o los domingos, cuando no trabajaba y se podía sentar al calor del sol, Ahmed gustaba de recordar todo aquello que había dejado atrás. El sabor de los dátiles, la leche de cabra, las correrías con los otros niños por las empinadas callejuelas de la aldea, la blancura de ésta recostada  en la ladera, el verdor de los olivares salpicados del blanco de los almendros, los chapuzones con sus primos en el remanso que formaba el arroyo, donde lavaban la ropa las mujeres... Allí fue donde se fijó en Jadicha; luego supo que hubiera sido igual que se fijara o no, estaban predestinados el uno para el otro. Recordaba las largas veladas de invierno en la cocina, entre los dulces murmullos  de las  mujeres y las historias que contaba el abuelo. 
         Este se había enganchado al Tercio,  y le trajeron a España cuando la guerra. De ella volvió renqueante de una pierna y sin el dedo meñique de la mano derecha. Gracias a esto se había hecho con el  pequeño patrimonio familiar. Pero éste patrimonio no bastaba para dar de comer a toda su descendencia, y  Ahmed, ¡ay! era sólo el tercer hijo varón del tercer hijo varón  del viejo. Por eso pensó en dejar la aldea y venirse a España, como su abuelo, en busca de fortuna.
         Mas, a diferencia de éste,  Ahmed hubo de hacerse un sitio en una patera, y quizás la forma en que lo consiguió estaba en las razones que los demás tenían para no dirigirle la palabra. Al menos, corrían versiones distintas y ninguna le favorecía. También pudo ser que su carácter no le granjeara el afecto de los otros. Sea como fuere, siempre se le veía serio y apartado de los demás. Un carácter cada vez más tosco y huraño le hacía ser distante y desconfiado. Quizás por eso, después de casi diez años en España seguía sin tener papeles. Siempre había desconfiado de las autoridades y no se había acercado a ellas para obtenerlos. Por lo mismo, los patrones para los que  trabajaba, le pagaban menos, y alguno hubo que ni le pagó. Así, la poca ganancia, la inseguridad, y la falta de relaciones, le hacían, con mayor frecuencia, pensar en un posible regreso.
         Todos los que retornaban lo hacían en el transbordador y cargados de paquetes. Él, al no tener papeles, habría de viajar igual que la primera vez: en la patera. Empezó a cavilar que éstas, al menos las que hacían la travesía con éxito, volverían de vacío para reiniciar otro viaje.
            Eso es lo que él podría aprovechar: le cobrarían poco ya que era un viaje de retorno y no llevaría bultos.
           En esto pensaba cuando veía el poco futuro que se le ofrecía en España en su situación: no podía andar siempre de ilegal. Claro que por contra la perspectiva de volver a la aldea con su fracaso a cuestas no le seducía mucho. Pero lo peor era la patera. A veces en interminables pesadillas y otras bajo la depresión del frío y la lluvia, recordaba la negrura de la noche durante la travesía, los temibles bandazos que daba la barca y los golpes de agua que le venían a la cara. Agua salada y fría que le empapaba hasta los huesos y le hacía aferrarse a la amura, pensando que en el siguiente envite del mar, irían a pique. Aquellas horas en la patera se le habían quedado grabadas en lo más hondo de su ser. Por eso se prometía a sí mismo no volver a embarcar en su vida, pero cada vez la idea se le hacía más insistente: no tenía otra  salida, volvería a la patera y volvería a su casa, fracasado, humillado, derrotado. Aceptaría los reproches, las burlas, lo que fuera, pero no soportaría más la vida en España, de trabajo en trabajo, sin papeles, explotado por patrones y capataces y sin amigos.
                           

II
        
         El Cabo Morales acudió presto a los gritos de su compañero. Le fastidiaba que le asignaran guardias nuevos para las rondas, se asustaban de cualquier cosa. Pero los gritos de éste le helaron la sangre:
                  -¡Cabo!  ¡Mire!  ¡Ahí!
         Detrás de una roca vio un moro muerto. El guardia estaba como petrificado, pero reaccionó al verse acompañado y empezó a moverse hacia un lado, por donde las rocas.
         El Cabo Morales se inclinó sobre el moro: No llevaba documentación, era lo normal. Llamó al guardia.
                  -¿No quiere que busque más, Cabo? - contestó éste.
                  -No te molestes, no hay más, éste estaba solo.
                  -¿Cómo lo sabe, mi Cabo?
         El Cabo Morales le enseñó las etiquetas de la chaqueta y el logotipo del buzo que llevaba debajo: inequívocamente, marcas españolas.
         -No hay ningún ilegal que venga con estas ropas,  Rebolledo - dijo el cabo -, éste no venía, éste se iba.




         

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